La obra lírica de Roque Dalton puede verse como una secuencia de aportaciones a lo largo del tiempo, desde su primer poemario hasta el último. Dicha secuencia sería la historia formal de su lírica. Luego tendríamos las sucesivas interpretaciones que se han hecho de la trayectoria creativa del poeta en los últimos 42 años. De la misma forma en que la voz de Dalton tuvo una historia, ya tienen también una historia los juicios críticos que se han hecho sobre ella.
Llevamos unas cuantas décadas discutiendo sobre la calidad literaria de su obra y sobre su presunto impacto en nuestra lírica, pero hasta ahora, que yo sepa, nadie ha sometido a juicio la naturaleza y la complejidad de las críticas que se le han hecho. A Dalton, en diferentes circunstancias y por motivos distintos, lo han juzgado académicos y literatos. Digamos que la intervención de los académicos en su obra, aunque buscase algún tipo de saber, no se ha librado de las complejas disputas ideológicas que el poeta ha suscitado en distintas épocas y coyunturas. Por otro lado, aunque las valoraciones de los poetas hayan aportado algún tipo de saber sobre la obra daltoniana su objetivo al juzgarla ha sido, por decirlo de alguna manera, de naturaleza preceptiva: ya sea que se viese su palabra como un modelo a seguir o como un referente del cual apartarse.
Las lecturas de unos y de otros habría que contextualizarlas. En los años 80 del siglo pasado, el poeta fue leído en el horizonte de confrontaciones y expectativas de una guerra civil y cuando la izquierda salvadoreña todavía surfeaba en la gran ola del optimismo histórico. La mirada de sus lectores en los años 90 fue afectada por el final de aquella guerra y por el proceso de desmitologización de que fue objeto la cultura revolucionaria. Al remitir la lectura a su circunstancia histórica no se pretende convertirla en prisionera de un determinismo sino que liberarla de un enfoque abstracto: nunca se lee en el vacío. Leer en una circunstancia sería leer dentro de un horizonte de problemas, expectativas e ideas.
El grado de lucidez con que se interprete un texto “en una determinada situación” dependerá de la capacidad analítica de sus lectores, pero también de la cultura hermenéutica de la sociedad a la cual pertenecen. Por este motivo hay que introducir “la competencia interpretativa” de los distintos críticos de Dalton en el horizonte de la circunstancia en que lo juzgaron. La crítica académica, en mi opinión, sale mejor parada de sus opiniones (si pensamos en la sensatez y complejidad teórica del juicio de un Ricardo Roque Baldovinos). En cambio, en general, las valoraciones de Dalton hechas por los escritores se han visto afectadas por el mal dominio del lenguaje crítico y por el interés en vender la lírica de la posguerra como una “superación” de la palabra del poeta.
No iría demasiado lejos, si me limitara a establecer cuán limitadas son las críticas que los poetas han escrito sobre la lírica daltoniana. Desde mi punto de vista, las limitaciones hermenéuticas de la comunidad literaria salvadoreña desempeñan un papel importante en las maneras en que Dalton ha podido influir en nuestra lírica. “Poeta, dime cómo lees a un escritor, en una circunstancia determinada, y te diré cómo te influye”.
Quienes culpan a Roque por el presunto mal estado de la lírica salvadoreña de los años 80, sobredimensionan su poder y anulan la capacidad crítica quienes lo leyeron en esa época. De la forma en que Dalton haya podido influir en ese tiempo hay que responsabilizar también, en alguna medida, a los escritores y a sus limitaciones interpretativas. Los límites que impuso el modelo literario dominante reflejarían, en cierta manera, las limitaciones críticas de sus intérpretes.
La competencia lectora de un creador se ve condicionada también, como ya dije, por las circunstancias en las que lee. La guerra civil condicionó las relaciones entre los escritores (desarticuló hasta cierto punto el campo literario salvadoreño), dificultó las relaciones de los creadores con la crítica, condicionó la relación de los creadores con su público, introdujo problemas en las relaciones del artista con su lenguaje y todo esto tuvo consecuencias en la creación y la recepción de imágenes, músicas, textos.
Un creador con fuerte personalidad e inteligencia crítica podría haberse sobrepuesto a la corriente de su tiempo, pero la cruda tragedia arrojó una especie de culpa sobre las consideraciones estilísticas. Tal parece que los lujos formales y los juegos de la imaginación retrocedieron ante la sangre.
El mismo horizonte de la guerra les impuso a los escritores una temática y un pacto de inteligibilidad con el público y, siguiendo esa pendiente, se prefirieron ““en tanto que modelos ejemplares”“ aquellos textos de Roque donde dominaba la claridad retórica. La ética subordinó entonces a la estética en la manera de leerlo (leyéndose al poeta a partir de sus Poemas clandestinos) y de “imitarlo “creativamente, olvidándose en aquellas circunstancias, en aquellas urgencias, lo complejas que eran las relaciones entre la política y la estética en la palabra de Dalton.
En los 90, en medio de un viraje interno ““el fin de la guerra y la llegada de la paz y sus nuevas circunstancias”“ y de un cambio planetario ““la caída de los socialismos reales y el auge de la ideología posmoderna”“, en la comunidad literaria salvadoreña se abrió paso la necesidad y la consigna de recuperar la autonomía del arte. La estética desplazó entonces a la ética en la manera de interpretar a Roque. Pero la vía que se eligió para reivindicar el cuidado de la forma fue negar su relación con la política. Ambas interpretaciones, al priorizar un aspecto de la lírica daltoniana en detrimento del otro, eran como las dos caras de una misma moneda: ambas ignoraban la compleja dialéctica entre el arte y la política.
El cuidado de la palabra entre los escritores no supuso que mejorase el instrumental analítico con que se abordaron los nexos entre la filosofía y el lenguaje literario. En los años 90, entre los poetas, se continuó leyendo mal a nuestro autor. Y por mala lectura entiendo a ese conjunto de interpretaciones en el que las cegueras de un formalismo rudimentario impidieron a los literatos captar las complejidades y contradicciones del modelo que comenzaron a rechazar. Si un modelo literario complejo se simplifica (cosa que ocurrió tanto en los 80 como en los 90) el potencial de su influencia se limita, se empobrece. Y por esto creo que la obra del autor de “Taberna y otros lugares” no ha sido verdaderamente juzgada ni asimilada en el horizonte creativo de nuestra lírica. Los poetas salvadoreños de este siglo recién comenzado están desperdiciando el legado creativo de uno de los grandes líricos latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX.
La influencia de nuestro autor se ha jugado, por lo tanto, en el campo de la capacidad crítica de los poetas y de las circunstancias diferentes y cambiantes en que lo han leído a lo largo de las últimas décadas. Hemos tenido los roques que nos hemos merecido en función de los contextos y de nuestras virtudes y carencias como intérpretes.
Toda nuestra pobreza filosófica acude a ese intento de divorciar al militante del creador literario. Quienes condenan la política en la obra del poeta, sugiriendo que su mejor literatura se haya a salvo de ella, no han entendido hasta qué punto el proyecto y el trayecto literarios de Dalton serían incomprensibles si se desdeñan su pensamiento y sus propósitos revolucionarios. Su mejor poesía, la de la segunda mitad de los años 60, está orgánicamente vinculada a la construcción de una subjetividad y una visión histórica radicales en El Salvador. Ese proyecto, que deja ver su presencia en Taberna y otros lugares y en las Historias prohibidas del pulgarcito, no puede divorciarse de la perspectiva vanguardista que Dalton tenía del arte. Lejos del realismo socialista, lejos de Adorno, pero cerca de Brecht.
El militante político se embarcó en una demolición como paso previo para el levantamiento de una nueva sociedad. Para el poeta levantar un nuevo país suponía construir una nueva cultura. En esta última faceta de su praxis enmarcó su voz y al hacerlo la dotó de una perspectiva general en la que el trabajo del político le daba una orientación al trabajo del creador. Gramsci decía que darle un horizonte de sentido ““una cultura crítica”“ a la gente común era tan importante como formular una nueva teoría. La meta de crear y difundir un horizonte simbólico nuevo le impuso a la voz del poeta vanguardista una exigencia comunicativa.
Esta proyección hacia el otro y hacia un otro muy concreto lo llevó a reflexionar sobre los límites y las posibilidades de su lenguaje. En El Salvador, la mayoría de los posibles receptores para su obra formalmente más compleja estarían en el futuro, pero las urgencias radicales y la lógica de la movilización política obligaban a Dalton a tender puentes formales con su presente. Ese presente exigía una comunicación eficaz. Roque intentó buscar un acuerdo entre sus lectores inmediatos (limitados sociológicamente y atrapados en una encrucijada histórica) y sus lectores del futuro (aquellos que después del gran cambio contarían con más herramientas para disfrutar las complejidades radicales del significante).
Esta tensión entre los dos tiempos (el presente y el futuro) es típica del creador moderno. Algunos han asumido que sus búsquedas formales los alejaban de los gustos dominantes en su época y que por eso sus obras estaban destinadas a un receptor del porvenir. Dalton, vanguardista, no quiso despreciar al presente de unos lectores sociológicamente limitados y atrapados en una encrucijada histórica porque la demolición del viejo orden reclamaba al mismo tiempo la construcción de los sentidos y sensibilidades movilizadores de una nueva cultura. El acertijo que debía resolver, y que quizás nunca resolvió del todo, era el de cómo ser un poeta moderno e innovador sin perder calidad comunicativa.
En lo que atañe al estilo, ser innovador sin perder calidad comunicativa planteó a Roque problemas de naturaleza retórica que no eran fáciles de resolver desde el punto de vista creativo. La retórica expulsó a Dalton de las visiones onanistas del estilo y lo situó en el horizonte de un dialogismo politizado en el que las miradas y las voces de los otros estaban presentes en las maneras en que el poeta elegía sus palabras.
El Dalton de la segunda mitad de los años sesenta ya no busca solo expresar su voz, intenta representar la de los otros: de ahí el monólogo teatral del asesino del Gral. Martínez que aparece en “Taberna”, de ahí su intento de recrear la vida y la voz de Miguel Mármol, de ahí ese mosaico de voces que aparecen en las “Historias prohibidas”, de ahí su viaje a la novela. Un poeta con autoconciencia cultural y con una visión vanguardista de la lírica no tenía más remedio que ser dialógico.
Dicho todo esto me pregunto, con una sonrisa irónica en los labios, si el dialogismo del Roque de la segunda mitad de los años sesenta ha tenido una influencia abrumadora en la lírica salvadoreña de los últimos cuarenta años. Y ya no pregunto más, aunque podría.