lunes, 15 abril 2024

Roque Dalton: érase un hombre a su pluma y fusil atado

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Roque es el recuerdo de la sangre joven prodigada por salvadoreños e internacionalistas que lucharon por un El Salvador más justo

El dí­a 14 de mayo de 1935, nace en San Salvador, capital de la República de El Salvador, uno de los más brillantes poetas y ensayistas latinoamericanos : Roque Dalton Garcí­a. Comprometido con la lucha de su pueblo, vivió las penurias, alegrí­as y las contradicciones de una época que marcó igualmente su muerte, a manos de sus propios compañeros en la guerrilla, el dí­a 10 de mayo de 1975.

Hace unos dí­as, mi hijo mayor, que acaba de cumplir nueve años, demandó explicaciones respecto a su nombre. El porqué de él, de dónde provení­a tal manera de llamar a alguien. Por qué se llamaba Roque y no Juan por ejemplo. No tuve que hacer mucha memoria para recordar a un poeta y su vida, que llenaron mis horas por largas jornadas y que influenció esta elección a la hora de dar un nombre significativo a este hijo que hoy interrogaba por su patroní­mico. Roque Dalton Garcí­a es el nombre del ejemplo. Un hombre al cual podemos perfectamente, asimilar la paráfrasis de su propio homenaje a la muerte del Che. Roque Dalton es: “la encarnación de los más puro y lo más hermoso que existe en el seno de esa actividad grandiosa que nos impone nuestra época: la lucha por la liberación de la humanidad; la profunda lección moral y polí­tica de su vida y de su muerte forma parte inapreciable del patrimonio revolucionario de todos lo pueblos del mundo, y cuya desaparición fí­sica es un hecho irreparable para el cual no debemos escatimar lágrimas de revolucionarios; la actitud fundamental a que nos obliga su actual inmortalidad histórica es hacernos verdaderamente dignos de su ejemplar sacrificio”

Un hombre como nosotros

“La  poesí­a no se escribe con ideas, sino con palabras” declaraba, a fines del siglo XIX, el poeta francés Guillaume Mallarmé. Esta sentencia, errada en Latinoamérica, y supongo que en el resto del planeta, sobre para todo aquel que tenga como arma de combate la escritura contra las injusticias que se cometen, cae estrepitosamente ante la obra vital y literaria de poetas, narradores y todos aquellos hombres y mujeres que han hecho de la literatura el modo de expresar verdades, sentimientos, deseos, anhelos e igualmente fracasos. Uno de esos hombres: vital, vigoroso y tenaz fue Roque Dalton Garcí­a, una de las figuras cimeras de la poesí­a Latinoamericana del siglo XX. Tan genial como desconocido, tan  brillante como comprometido con las causas de justicia y libertad de su  pueblo: El Salvador, paí­s en el que nació el 14 de mayo de 1935. Hijo de un estadounidense afincado en esas tierras centroamericanas y una enfermera salvadoreña, estudió en un Colegio de jesuitas, que le entregó  las armas de la disciplina y la constancia. A pesar de esa formación religiosa supo empaparse de la realidad trágica de su pueblo y abrevar su espí­ritu inquieto con letras de Neruda, Vallejos y los representantes  de la escuela Surrealista. Los poetas franceses como Billón, Saint John  Perse, Kafka, Salarrué y hasta Henry Miller allegaron agua a ese molino  creativo, inquieto, pleno de un humor desbordante y de extremo rigor intelectual, como solí­a caracterizarlo el fallecido escritor argentino Julio Cortázar.

Roque Dalton se definí­a como uno de nosotros, sin más ni menos: “Yo como tú amo el amor, la vida, el dulce encanto de las cosas, el paisaje celeste de los dí­as de enero. También mi sangre bulle y  rí­o por los ojos que han conocido el brote de las lágrimas. Creo que el  mundo es bello, que la poesí­a es como el pan, de todos. Y que mis venas  no terminan en mí­, sino en la sangre unánime de los que luchan por la vida, el amor, las cosas, el paisaje y el pan, la poseí­a de todos”. Poeta y revolucionario son dos conceptos que en Roque Dalton se conjugaron con perfecta armoní­a. Demostró, mediante su temática como escritor y en la vida práctica como intelectual comprometido con las causas justas de su pueblo y de Latinoamérica, que la verdad sí­ podí­a ser encerrada en palabras. Mediante la poseí­a, sostení­a Dalton, era posible decirlo todo

“… Poesí­a, perdóname por haberte ayudado a comprender que no estás hecha sólo de palabras…”. “…agradecido te saludo poesí­a porque hoy al encontrarte (en la vida y en los libros) ya no eres sólo para el deslumbramiento, gran aderezo de la melancolí­a. Hoy  también puedes mejorarme, ayudarme a servir, en esta larga y dura lucha  del pueblo…” Para Roque Dalton el trabajo poético le permití­a expresar su propia vida, de la que era testigo y coautor, su tiempo, los  hombres, el medio que compartí­an con todas su interdependencias: “Camino para tal intento, desde el hecho, aparentemente simple de ser salvadoreño, o sea, parte de un pueblo latinoamericano que busca su felicidad luchando contra el imperialismo y la oligarquí­a criolla y que,  por razones históricas bien concretas tiene una tradición cultural sumamente pobre. Tan pobre, que solamente en una debilí­sima medida la ha  podido incorporar a esa lucha que reclama todas las armas”.

Un poeta revolucionario

Todo  tipo de temas ocupó su mente. Sus letras, opiniones y acciones son expresión de diversidad basada en la riqueza en el uso del lenguaje, y el compromiso polí­tico que lo embargaba. Su riqueza oral y escrita se demostraba verbo a verbo, en una poesí­a de rompimiento con los moldes y usanzas de la época. Sus poemas son verdaderos edificios elaborados con insólitas relaciones, entre elementos disí­miles en una lucha dialéctica de unión y lucha de contrarios. Viajó, al igual que su referente polí­tico y modelo de hombre: El Che, por gran parte de Latinoamérica. Vivió en Santiago de Chile, donde estudió la carrera de leyes y en México, donde se empapó de periodismo y tertulias literarias. A pesar de  militancias, luchas, y avatares polí­ticos su visión de la poesí­a era firme: “El poeta debe ser, fundamentalmente fiel con la poesí­a, con la belleza. Dentro del caudal de lo bello debe sumergir el contenido que su  actitud ante la vida y los hombres le imponga como gran responsabilidad  de convivencia, Y aquí­ no caben los subterfugios ni la inversión de los  términos. El poeta es tal porque hace poesí­a, es decir, porque crea una  obra bella. Mientras haga otra cosa será todo lo que quiera menos un poeta. Lo cual, por supuesto, no implica con respecto al poeta una privilegiada situación entre los hombres, sino tan sólo una exacta ubicación entre los mismos y una rigurosa limitación de sus actividades,  que también serí­a eficaz en el caso de particularizar la calidad de los  médicos, los carpinteros, los soldados o los criminales”.

“La ventana en el rostro” escrita en el año 1961 fue su primer libro, y en él están contenidos las caracterí­sticas de lo que serí­a todo su trabajo futuro: Un lenguaje fulgurante y de ruptura, la voluntad conceptual y una estructura innovadora que empieza a abrirle paso en la gran camada de poetas, cuentistas, ensayista y novelistas que ha dado Latinoamérica en el siglo XX. Le siguió “El Turno del Ofendido”, donde comienza a perfilarse con mayor nitidez su poesí­a plena de ironí­a y crí­tica no sólo  frente a otros poetas, sobre todo los adoradores del soneto, que para Dalton significaba, en ese momento “una poesí­a conservadora, anacrónica y  no sólo por el formalismo esencial que el sonetismo conlleva, sino porque los problemas de la vida actual no caben en vasos tan puros y estrechos” (Carta de Roque Dalton a los autores de la Revista “De aquí­ en adelante”. En el Poema “Canto a Nuestra Posición” dedicado a su amigo  y compañero Otto René Castillo, expresa su crí­tica afilada a esos llamados de hacer florecer todo en el poema ya que el hombre parecí­a ser  un pequeño dios: “…¿Cómo pudisteis cantar infamemente a las abstractas rosas y a la luna bruñida, cuando se caminaba paralelamente al litoral del hambre y se sentí­a el alma sepultada bajo un volcán de látigos y cárceles, de patrones borrachos y gangrenas y obscuros desperdicios de vida sin estrellas?…Ay poetas que os olvidasteis del hombre, que os olvidasteis de lo que duelen los calcetines rotos, que os  olvidasteis del final de los meses de los inquilinos, que os olvidasteis del proletario que se quedó en una esquina con un bostezo eterno inacabado, lleno de balas y sin sangre, lleno de hormigas y definitivamente sin pan… ay poetas ¡como duelen vuestras estaturas inútiles!.”

Estudió e investigó con rigurosidad y con originalidad  la historia de El Salvador a través de la publicación de un libro de testimonio fundamental, para el estudio de los acontecimientos relacionados con las luchas obreras y campesinas en El Salvador: “Miguel  Mármol: la insurrección en El Salvador: año 1932″” donde a través de la  historia de este personaje real se da cuenta de la represión al levantamiento campesino y que ocasionó 20.000 muertos en apenas tres meses. Su quehacer literario lo colocó al servicio de su pueblo y cuando  este reclamó su presencia en esa Inmensa estepa verde que son las montañas de Morazán, y ellas se convirtieron en su hogar no dudo un minuto en convertirlas en una nueva trinchera de palabras y balas. Morazán se convirtió en el último centro de su creación, no sólo de dardopalabras maravillosas lanzadas al centro de la injusticia, golpes de ideas, de agudezas sustantivas, verbales y adjetivas, bofetadas de realidad, sino también de plasmación de ese hombre nuevo, que años atrás, en montañas de la sierra boliviana se empezó a visualizar en forma de pájaro de fuego llamado Ernesto. Morazán serí­a su escalón más alto en la vida de un revolucionario, su vida plena pero también su muerte, tan brutal como absurda a manos de una fracción de la organización guerrillera en la cual militaba, en el trágico 14 de mayo del año 1975.

Este hombre, bajo en estatura pero gigante como poeta y rebelde en una conjugación práctica y , estaba convencido que una de las ví­as fundamentales, posibles de transformar al intelectual en  intelectual revolucionario era la acción social. Una práctica que le daba temor, tan presente junto al miedo y la pérdida de la inocencia en cada uno de sus poemas: “27 años: Es una cosa seria tener veintisiete años, en realidad es una de las cosas más serias. En derredor se mueren los amigos de la infancia ahogada y empieza a dudar uno de su inmortalidad”. Esa praxis social debí­a hacerse en el seno de la lucha de  los pueblos que llevan a cabo su combate por dejar sólo de sobrevivir y  llegar a conocer lo que es vivir como un verdadero ser humano. Su paso por Cuba, donde dejó a sus dos hijos, para dedicarse a la lucha guerrillera le dio la formación necesaria, no sólo desde el punto de vista polí­tico sino que literario y de reconocimiento expresado en su Premio Casa de las Américas, La Habana, Cuba, 1969, por su poemario “Taberna y Otros Lugares”.

Este libro de poemas es la expresión de  lo que fue Roque Dalton, un insurrecto permanente, un visionario, un hombre dotado de gran sutileza. En plena efervencia pre- Primavera de Praga en el año 1968, Roque Dalton solí­a visitar las viejas tabernas del  centro de la capital de la ex Checoslovaquia, después de su trabajo en la Revista Internacional, que reuní­a la crema y nata de los ideólogos comunistas de ese entonces. En esas visitas llenas de espumosos brebajes, Roque, armado de una vieja máquina grabadora se deleitaba escuchando las conversaciones de estudiantes, obreros y soldados. De ese  trabajo salió Taberna y Otros Lugares, pero también el convencimiento que el socialismo, en aquellos grises paí­ses de Europa del Este no eran el modelo natural de esa visión de mundo, que tarde o temprano reventarí­a por sus propias contradicciones, y que Latinoamérica no debí­a  trasladar mecánicamente las experiencias polí­ticas allende el Atlántico.

El gran habitante del pequeño pulgarcito

Uno  de sus hijos, Juan José Dalton lo describe como un tipo genial, poseedor de sentido del humor inigualable, un hombre que sabí­a esconder las tristezas bajo una permanente sonrisa y con una decisión inquebrantable. Así­, cuenta Juan José: “En la Habana tení­amos un vecino que se llamaba Fernando Martí­nez, era un experto en marxismo-leninismo. Como en su casa se habí­a roto el refrigerador, mi papá le guardaba la carne y le pollo a cambio de clases de materialismo. Cuenta Fernando que  en una de esas calurosas tardes de 1972, habí­a salido a la verja de su casa. Bajando por la calle J, del Vedado (donde aún está nuestra casa en  La Habana), vení­a rodando mi padre. El poste de la esquina lo detuvo. Fernando se le acercó. “¿Roque, que te pasa chico? Mira como vienes…” “No voy a seguir bebiendo Fernando, porque si no, no voy a poder ser guerrillero”, le contestó a modo de autocrí­tica. “Efectivamente, nunca más lo volví­ a ver tomado… Fue la última vez. Nunca creí­ que esa la despedida”, me contó aquel cubano”. Era la última vez pues su próximo paso era integrarse a las fuerzas guerrilleras que actuaban en El Salvador.

Roque era también un escritor del más í­ntimo lirismo, capaz de expresar los dolores que llegaban del testimonio práctico de las heridas de su pequeño pulgarcito, como una vez definió la poetisa chilena Gabriela Mistral a El Salvador. Sus letras vení­an del pueblo, de  la herida vallejiana que carcomí­a la vida de ese Salvador suplicante de  ser salvado. Nos legó la policromí­a de su estilo, la riqueza y vivacidad de su prosa refulgente y dinámica, la belleza de sus ideas y lenguaje. Nos dejó un arma defensiva a la cual recurrir, cuando los significados y significantes nos amenazan con evadir sus responsabilidades. Sus escritos no marcharon nunca al margen de la hoy tan vilipendiada lucha de clases pero, esa contradicción vital era transmitida en forma tan sugerente y pedagógica, tan finamente irónica y  genial, que podí­a enseñar más con el corazón que con manuales, con su experiencia más que con citas de sesudos personajes. Roque, a su manera,  mostró el escalón más alto del ser humano, para llegar a tener los derechos nunca alcanzados de su pueblo: “El escritor y el artista latinoamericano promedio, lucha en distintos niveles contra el régimen que lo discrimina, lo humilla y lo persigue; y más, que el poeta y el escritor, es el subversivo, el perseguido, el preso, el torturado. Y comienza a ser el asesinado junto a miles de su pueblo, y el que combate  con las armas en la mano, en consecuencia los nombres de Javier Heraud,  Edgardo Tello, Otto René Castillo encabezan la lista.

“Su pequeña  amada patria era un tema constante en sus letras. Mezclaba en ello la rabia y la ternura, el amor y el odio más profundo. Mientras su madurez biológica avanzaba inexorable, su florecimiento intelectual, nutrido en tierras latinoamericanas y europeas, desbordaba los cauces poéticos conocidos hasta la época. Su amor por ese pedazo de tierra de 20.000 kilómetros cuadrados, no tení­a los lí­mites señalados en mapas y acuerdos  polí­ticos, pero se habí­a transformado, con el paso de los años y el exilio, en un dolor que laceraba todo su ser, y lo convencí­a que la redención de su Salvador, pasaba por liberarlo de todo aquello que roí­a su existencia. Roque estaba convencido, que la libertad de su diminuta tierra era parte de la construcción de múltiples patrias dispersas por la mestiza Latinoamérica. La edificación de un verdadero Nuevo Mundo, con hombres nuevos era considerada por Roque Dalton como un camino plagado de dificultades, una senda difí­cil, dura y terrible, que necesitaba de inéditos y más penetrantes dolores para lograr erradicar su enajenación: “Necesitas bofetones, electro-Shocks, Psicoanálisis, para que despertés a tu verdadera personalidad… habrá que meterte a la  cama, a pan de dinamita y agua, lavativas de cóctel molotov cada quince  minutos, y luego nos iremos a la guerra de verdad, todos juntos, novia encarnizada, mamá que parás el pelo”

Ser fuerte sin perder la ternura

Roque  fue también periodista, de aquel que desolla, que enseña y no hace de la lisonja el pan de cada dí­a. Se alejó y burló del dogmatismo obnubilante, verdadero opio del deseo y práctica de cambios. Los esquemas incuestionables, hayan sido polí­ticos o literarios no eran su alimento. No existí­a disyuntiva entre su creación artí­stica y su actividad polí­tica, entre versos y reforma agraria, entre ensayos literarios y prácticas guerreras ¿Su máxima? La duda, siempre la duda en  lugar del dogma que adormece. La crí­tica que construye en lugar del acatamiento incondicional. El aprendizaje de esto fue un proceso doloroso: “Mi actitdu ante el contenido ideológico y la trascenedencia social de la obra poética está determinada fundamentalmente por dos hechos extremos: el de mi larga y profunda formación burguesa y el de la  militancia revolucionaria que mantengo desde algunos años. La práctica en las filas del partido ha organizado mi preocupación e siempre por los  problemas de la gente que me rodea, del pueblo, en último grado y ha ubicado con exactitud ante mi atención, las responsabilidades fundamentales a las cuales deberse, así­ como a la forma concreta de realizar esos deberes a lo largo de la vida. Pero los largos años en el Colegio Jesuita, el desarrollo de mi primera juventud en el seno de la chata burguesí­a salvadoreña, el apegamiento a formas de vida irresponsables, alejadas con santo horror del sacrificio o de los problemas esenciales de la época, han dejado en mí­ sus marcas, las cicatrices que aún ahora duelen”.

Estas palabras escritas en su Ensayo “Poesí­a y Militancia en América Latina” son ese ejemplo de autocrí­tica que animaba a Roque Dalton y que resumen esa vida plagada de  contradicciones pero siempre honesta. El destino con la revolución marcó su existencia, era un indiscutible compromiso de pareja. En un mundo como el que se nos presenta en este nuevo milenio requiere de nuevos honores, de nuevas formas de enfocar los cambios necesarios para los pueblos subdesarrollados, pero igualmente se necesita de un conciencia de revolucionarios, de poetas como Roque que si la muerte no lo tuviese en su seno, seguirí­a convocando a esta generación de móviles y  globalización en la necesidad de ser revolucionarios hoy, en la época dura, la única que da posibilidades de ser sujeto de epopeyas: “Ser revolucionario cuando la revolución ha eliminado a sus enemigos y se ha consolidado en todos los sentidos puede ser, sin lugar a dudas, más o menos glorioso y heroico. Pero serlo, cuando la calidad de revolucionario se suele premiar con la muerte es lo verdaderamente digno  de la poesí­a. El poeta entonces la poesí­a de su generación y la entrega  a la historia”. Roque Dalton Garcí­a entregó su poesí­a a toda una generación de latinoamericanos que a 27 años de su asesinato, tan brutal  como absurda a manos de un grupo de dogmáticos que jamás conocieron al verdadero Roque, camuflado bajo el nombre de Julio Delfus Marí­n en las montañas de Morazán. Quienes lo asesinaron jamás le perdonaron su humor,  su desparpajo ante las más insólitas situaciones, su imaginación llena de optimismo por el mejoramiento humano.

El poeta Nicaragí¼ense Julio Valle al saber sobre la muerte de su amigo dijo a su hijo Juan José “Mirá hermano, quienes mataron a Roque no tení­an humor” una ingeniosidad tan permanente y vital que hizo exclamar a Eduardo Galeano que Roque era capaz de hacer reí­r hasta las piedras. Capaz de sacar sonrisas, pero recordarnos sobre el sufrimiento de sus hermanos en el Poema de Amor: “Los que ampliaron el Canal de Panamá (y fueron clasificados como “silver roll” y no como “gold roll”) los que repararon  la flota del pací­fico en las bases de California, los que se pudrieron en las cárceles de Guatemala, México, Honduras, Nicaragua, por ladrones,  contrabandistas, por estafadores, por hambrientos… los sembradores de  maí­z en plena selva extranjera, los reyes de las páginas rojas, los que  nunca sabe nadie de dónde son, los mejores artesanos del mundo, los que  fueron cosidos a balazos al cruzar la frontera, los que murieron de paludismo o de las picadas del escorpión o de la barba amarilla en el infierno de la bananeras, los que lloraron borrachos por el himno nacional, los arrimados, los mendigos, los marihuaneros, los guanacos hijos de la gran puta… los eternos indocumentados, los hacelotodo, los  vendelotodo, los comelotodo, los primeros en sacar el cuchillo, los tristes más tristes del mundo, mis compatriotas, mis hermanos”

Roque  Dalton murió, y ahora que El Salvador luego de muchos años de guerra civil empezó una nueva y enigmática caminata por inéditos derroteros, es  imperativo recordar a aquellos, que regaron con su fresquí­sima sangre el camino que hoy transitan otros nuevos hombres. Él murió, pero está encarnado en muchas vidas, que encuentran en su ejemplo, la luz que guí­a  y alecciona. Ha resucitado en este nuevo El Salvador, tal vez un poco mejor que aquel sangrante paí­s que conoció sus pasos terrenos. Roque Dalton, hombre pequeñito de estatura pero gigante y feroz con la pluma y  el fusil está riendo, y lo hace henchido de placer a pesar de las masacres y las lágrimas jamás recuperadas. Roque es el recuerdo de la sangre joven prodigada por salvadoreños e internacionalistas que lucharon por un Salvador más justo, que entregaron sus vidas por una causa que no importaba tener como norte la muerte si de verdad se morí­a entre pájaros y árboles, como decí­a el poeta Javier Heraud. Roque ha triunfado y pronto será: Parques infantiles, escuelas, hospitales, será nuevos poemas por venir, un continente reidor y feliz por tener en su vientre a millones de nuevos Roques por nacer.

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Pablo Jofré Leal
Pablo Jofré Leal
Periodista y Escritor Chileno
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