sábado, 13 abril 2024

Roque Dalton: el poeta indócil

¡Sigue nuestras redes sociales!

"El fantasma rebelde se empecina en abandonar las zonas marcadas para los espectros de ayer y juega a importunar a los editores de los diarios con sus ácidas acotaciones"

    Los muertos están cada vez más indóciles
    Antes era fácil con ellos:
    les dábamos un cuello duro una flor
    loábamos sus nombres en una larga lista:
    que los recintos de la patria/ que las sombras notables
    que el mármol monstruoso.
    El cadáver firmaba en pos de la memoria
    iba de nuevo a filas
    y marchaba al compás de nuestra vieja música.
    Pero qué va
    los muertos
    son otros desde entonces.
    Hoy se ponen irónicos
    preguntan.
    ¡Me parece que caen en la cuenta
    de ser cada vez más mayorí­a!
    (“El descanso del Guerrero”, de Taberna y otros lugares, 1969)

Empacado el tipo, se resiste a ocupar su lugar en la fila. El fantasma rebelde se empecina en abandonar las zonas marcadas para los espectros de ayer y juega a importunar a los editores de los diarios con sus ácidas acotaciones, se divierte al irrumpir con humoradas en los aburridos discursos académicos, susurra sus versos más filosos a las voces de la calle, invade una y otra vez, como un estigma, las pesadillas de sus asesinos. El tipo no se queda quieto, se niega a toda voz a perderse en el olvido y pelea a empujones contra las leyes de la muerte. El fantasma rebelde juega con los lápices ajenos y borra, al primer descuido del cronista de turno, los verbos que se refieren a él en pasado.

Casi siempre lo ven aparecer por las tardes disfrazado de mito, surge irreverente como herida abierta, sangrante aún, y su imagen es un desgarro lacerante para todo un pequeño paí­s al que alguna vez bautizaron bí­blicamente con el nombre El Salvador.

En la superficie gris de los vivos, su recuerdo es inevitable: como sí­mbolo y como mártir, como poeta-mito y también como intelectual-desmitificado, como disfrutante de la vida y como rebelde incansable, como marxista y como cristiano, como jodón y como antidogmático. Roque Dalton no se calla nada y sigue hablando hoy, y de sus brazos tiran las cuerdas de los vivos.

La derecha, que jamás le perdonó sus convicciones y muchos menos su sacrificio militante, impone sus leyes como triunfadora en la batalla y elude sin rubores la incomodidad de su ejemplo revolucionario. Lamenta la derecha semejante “desví­o” en el camino puro de un hombre de letras y resalta, oportunista, una y mil veces, las sombras de su asesinato. La izquierda lo elige como bandera de lucha, su voz es la furia de un mar embravecido que llama (¿no era llamaba?) a cambiarlo todo desde la raí­z con el fuego entre los labios, lo descubre hoy como poeta y lo defiende como combatiente. El resto observa el desdoblamiento del poeta como una ceremonia atroz de descuartizamiento: cada quién se lleva un pedazo de Roque para su trinchera.

Pero el poeta es indócil y resiste. Se niega a la ceremonia que intenta dividirlo y estratificarlo, como si fuera posible leer sus versos cálidos ignorando los senderos que eligió en su derrotero personal. Cada noche, como el Ave Fénix, los retazos de Roque Dalton vuelven a surgir de las entrañas de la tierra y a fundirse en uno solo: el hombre que fue y que, hasta ahora, sigue siendo puro presente en El Salvador.

“Hablar de Roque es hablar de quienes fuimos, de quienes somos hoy, de dónde y cómo plantamos el pie en las encrucijadas actuales. (…) Abran el juego, pues: dime cómo defines a Dalton y te diré quién eres y hacia dónde caminas”, escribió el intelectual salvadoreño Álvaro Rivera. Es así­: hablar de Roque hoy es leer la historia trágica de un pueblo, es conocer detalles de una poética tan personal como hija de su continente y de su tiempo, y es también acercarse a una batalla inacabada contra el enemigo imperialista y contra los dogmáticos que nunca faltan en las filas rebeldes.

Y hoy, la imagen de Dalton es el espejo más difí­cil de eludir, ese espejo en el que se reflejan hoy sus contemporáneos, sus acérrimos enemigos de clase, sus queridos compañeros de lucha, sus impunes asesinos, los mismos que hoy defienden los intereses de aquellos que decí­an combatir.

    No confundir,
    somos poetas que escribimos
    desde la clandestinidad en que vivimos.
    No somos, pues, cómodos e impunes anonimistas:
    de cara estamos contra el enemigo
    y cabalgamos muy cerca de él, en la misma pista.
    Y al sistema y a los hombres
    que atacamos desde nuestra poesí­a
    con nuestras vidas les damos la oportunidad de que se cobren,
    dí­a a dí­a.
    (“Sobre nuestra moral poética”, de Poemas clandestinos, 1974)

El joven cronista se acercó silencioso al monumental pintor. La exuberancia fí­sica de Diego Rivera imponí­a un respeto que solí­a mezclarse con una cierta dosis de temor para los advenedizos que osaban interrumpirlo en mitad de su trabajo. El corazón del joven cronista de 18 años latí­a a martillazos ante el gigante mexicano. No iba a ser fácil, estaba seguro. No lo fue. De hecho, fue la entrevista más breve en la incursión de Roque Dalton por el oficio de periodista. Fue, también, el diálogo más violento de su vida, el que cambió su mirada sobre las cosas y el que marcó su propia tarea como poeta en construcción. Y duró tan solo unos segundos. Rivera fue el primero en hablar, con su vozarrón aguardentoso…

    “•¿Cuántos años tienes?

    “•Dieciocho.

    “•¿Has leí­do algún libro de Marx?

    “•No.

    “•Entonces tienes dieciocho años de ser un imbécil.

Fin de la entrevista. Aquel feroz intercambio de palabras con el muralista en 1953, durante una corta estadí­a de Dalton en Chile que tení­a como objeto estudiar leyes en la universidad, dejó una huella en el alma del poeta. A partir de ese dí­a, ya nada fue lo mismo. Su viaje de regreso a San Salvador significó el descubrimiento de su propio paí­s como elemento esencial de su poesí­a. Hasta ese viaje iniciático a Chile, Dalton ofrecí­a en su poesí­a una mirada lúdica y “nerudiana” en sus versos, mirada que sufrió un violento cambio de perfil a partir de aquellos dí­as de juventud.

“Al igual que un gran número de poetas latinoamericanos de mi edad, partí­ del mundo nerudiano, o sea de un tipo de poesí­a que se dedicaba a cantar, a hacer la loa, a construir el himno, con respecto a las cosas, el hombre, las sociedades. Era la poesí­a-canto. Si en alguna medida logré salvarme de esa actitud, fue debido a la insistencia en lo nacional. El problema nacional en El Salvador es tan complejo que me obligó a plantearme los términos de su expresión poética con cierto grado de complejidad”, explicó más tarde.

Frente al dilema de una realidad que le era hasta entonces lejana, cuando no indiferente, desde su educación cristiana las preguntas comenzaron a asaltar el corazón del poeta. Eran momentos de transformación a nivel personal y poético, y esa mutación significaba elegir un camino para dejar atrás el anterior. Ese cambio profundo a nivel personal incluí­a una apuesta personal hacia el compromiso y la militancia, pero también serí­a el comienzo de una visión crí­tica hacia toda aquella poesí­a que elegí­a mantenerse ajena a los acontecimientos de la época:

    ¿Cómo pudisteis cantar infamemente a las abstractas rosas y a la luna bruñida, cuando se caminaba paralelamente al litoral del hambre y se sentí­a el alma sepultada bajo un volcán de látigos y cárceles, de patrones borrachos y gangrenas y oscuros desperdicios de vida sin estrellas?… Ay poetas que os olvidasteis del hombre, que os olvidasteis de lo que duelen los calcetines rotos, que os olvidasteis del final de los meses de los inquilinos, que os olvidasteis del proletario que se quedó en una esquina con un bostezo eterno inacabado, lleno de balas y sin sangre, lleno de hormigas y definitivamente sin pan… ay poetas ¡cómo duelen vuestras estaturas inútiles “•escribió entonces.

El dilema del “compromiso” del artista se transformó a partir de allí­ en una cuestión de principios que lo acompañarí­a durante toda su corta vida. “¿Para qué debe servir la poesí­a revolucionaria?, ¿para hacer poetas o para hacer la revolución?”, se preguntaba, mitad ironí­a y mitad verdad. Pero Dalton no estaba dispuesto a dejarse llevar por aquella moda que repetí­an ciertos rebeldes de bolsillo del sistema ante cada auditorio, voces ambiguas repletas de eufemismos y de atajos oportunos para eludir incómodas definiciones. Para Roque, la poesí­a era su herramienta y el combate debí­a, inexorablemente, contemplar la confrontación directa contra las fuerzas de los explotadores:

    Considero que todo lo que escribo está comprometido con una manera de ver la literatura y la vida a partir de nuestra más importante labor como hombres: la lucha por la liberación de nuestros pueblos. Sin embargo, no debemos dejar que este concepto se convierta en algo abstracto. Yo creo que está ligado con una ví­a concreta de la revolución, y que esa ví­a es la lucha armada.

Así­, sin ambigí¼edades ni medias tintas, Dalton planteaba la caracterización de su labor y la perspectiva de la lucha polí­tica que tení­a a América Latina como escenario definitorio.

    Una crí­tica a la Unión Soviética
    solo la puede hacer un antisoviético.
    Una crí­tica a China
    solo la puede hacer un antichino.
    Una crí­tica al Partido Comunista Salvadoreño
    solo la puede hacer un agente de la CIA.
    Una autocrí­tica equivale a un suicidio.

El asesinato de Roque Dalton es uno de los episodios más oscuros de la historia de la izquierda latinoamericana. Ningún otro hecho fusionó en un solo crimen una perversa trama protagonizada por dogmáticos, estúpidos, desviados, burócratas, verticalistas y asesinos. Nunca en la historia reciente del continente se evidenció tan claramente los peligros del sectarismo para una organización de izquierda. Osado serí­a intentar despejar las sombras que todaví­a cubren los sucesos de aquellos dí­as de mayo de 1975 desde este puñado de lí­neas que intentan recordar retazos de la vida y la obra de un poeta.

Apenas decir que a Roque Dalton lo mató un pequeño grupo de dirigentes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) de El Salvador, en medio de una profunda crisis interna y amparándose en una acusación falsa y ridí­cula. Los nombres de sus asesinos merecen, también, un lugar en esta historia para que jamás puedan ocultarse en los suburbios del olvido. Y también para conocer un poco sobre sus pasos siguientes. Alejandro Rivas Mira, Jorge Meléndez, Vladimir Rogel, Alberto Sandoval y Joaquí­n Villalobos, decidieron la suerte de Dalton.

Uno de ellos fue fusilado (Rogel), otro huyó con el dinero de su propia organización y, se dice, vive en Italia amparado en el anonimato gracias a una cirugí­a estética (Rivas Mira), y el otro, el peor de todos (Villalobos), se transformó en un miserable vocero del sistema, y asesora hoy a gobiernos “en conflicto” después de estudiar en Oxford y de firmar el cese de fuego el 1° de febrero de 1992 como dirigente del Frente Farabundo Martí­ citando en su discurso… a Roque Dalton:

    Los salvadoreños somos excepcionales y hemos pasado bien la más dura prueba de nuestra historia. Dalton, en su “Poema de amor”, describe muy bien a los salvadoreños como los “hacelotodo, los comelotodo, los vendelotodo”. Lancémonos a trabajar por el futuro para dejar de “ser los tristes más tristes del mundo y comenzar a vivir con felicidad la paz”.

Nada más infame que escuchar al verdugo citar los versos de su ví­ctima. Nada más absurdo que escuchar a un ex rebelde travestido en funcionario, asesor del gobierno de México en el conflicto en Chiapas y ahora susurrando fórmulas al oí­do del presidente colombiano en su pelea contra la guerrilla de las FARC. Esa es la patética parábola que dibujaron los verdugos del poeta, marchitos espectros que jamás pudieron despegarse del error más trágico que cometieron en sus vidas. Al mismo tiempo, el mito del poeta se agiganta, se multiplica y se expande.

    No te pongas bravo, poeta…
    La vida paga sus cuentas con tu sangre
    y tú sigues creyendo que eres un ruiseñor.
    Cógele el cuello de una vez, desnúdala,
    túmbala y haz de ella tu pelea de fuego,
    rellénale la tripa majestuosa, préñala,
    ponla a parir cien años por el corazón.
    Pero con lindo modo, hermano,
    con un gesto propicio a la melancolí­a.
    (“No te pongas bravo, poeta…”, de Un Libro Levemente Odioso)

“Sirviente, payaso o enemigo”, esos eran los estamentos que podí­an definir a los artistas según Dalton, y esas categorí­as no eran otra cosa que caminos que podí­an marcar el destino de cada intelectual de por vida. Aquellos voceros a sueldo del imperialismo eran los más evidentes a la hora de identificarlos, pero el caso de los “payasos” era un desafí­o para observadores y oí­dos atentos: “La posibilidad de convertirse en una suerte de prostituta intelectual, muy bien pagada, o un payaso simpático, al servicio de los intereses más inconfesables, aunque a veces, en los mejores y más inocentes de los casos, no se tenga conciencia de ello”, destacó Dalton entonces.

De todas formas y pese a la fortaleza de sus convicciones y de su compromiso con la lucha armada como única ví­a posible para derrotar al imperialismo, Dalton no cede a la tentación dogmática y cuadriculada del arte hueco y panfletario tan ligado al ideario estalinista. Para el poeta “el comunista que trata de hacer la revolución con un mal poema, objetivamente hace contrarrevolución”.

    Hay que desterrar esa concepción falsa, mecánica y dañina, según la cual el poeta comprometido con su pueblo y con su tiempo es un individuo iracundo o excesivamente dolido que se pasa la vida diciendo, sin más ni más, que la burguesí­a es asquerosa, que lo más bello del mundo es una asamblea sindical y que el socialismo es un jardí­n de rosas dóciles bajo un sol especialmente tierno,

Señala Dalton en una conferencia en la Casa de las Américas. Otra vez, Dalton esquiva los moldes. Inasible como creador y crí­tico como intelectual, tan enemigo de los mercenarios de enfrente como de los burócratas de al lado (“Estamos por la lucha armada/ pero en contra de comenzarla”, los ridiculizó), Dalton elige su lugar en la batalla y no se detiene hasta encontrar su lugar como poeta y como combatiente. Ese lugar elegido unificaba sus pasiones y despertaba sus más í­ntimos anhelos; era su paí­s. Ese paí­s pequeño, con nombre bí­blico que fue agua para su sed de poeta y sangre para su lucha polí­tica.

    Uno hace versos y ama
    la extraña risa de los niños,
    el subsuelo del hombre
    que en las ciudades ácidas disfraza su leyenda,
    la instauración de la alegrí­a
    que profetiza el humo de las fábricas.
    Uno tiene en las manos un pequeño paí­s,
    horribles fechas,
    muertos como cuchillos exigentes,
    obispos venenosos,
    inmensos jóvenes de pie
    sin más edad que la esperanza,
    rebeldes panaderas con más poder que un lirio,
    sastres como la vida,
    páginas, novias, esporádico pan, hijos enfermos,
    abogados traidores
    nietos de la sentencia y lo que fueron,
    bodas desperdiciadas de impotente varón,
    madre, pupilas, puentes,
    rotas fotografí­as y programas.
    Uno se va a morir,
    mañana,
    un año,
    un mes sin pétalos dormidos;
    disperso va a quedar bajo la tierra
    y vendrán nuevos hombres
    pidiendo panoramas.
    Preguntarán qué fuimos,
    quienes con llamas puras les antecedieron,
    a quienes maldecir con el recuerdo.
    Bien.
    Eso hacemos:
    custodiamos para ellos el tiempo que nos toca.
    (“Por Qué Escribimos”, de La Ventana en el Rostro, 1961).
__
Ví­a: La Ventana.
Publicado originalmente en Revista Sudestada Nº 47, abril 2006

¡Hola! Nos gustaría seguirle informando

Regístrese para recibir lo último en noticias, a través de su correo electrónico.

Puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento.

spot_img

También te puede interesar

Ángel Juárez
Ángel Juárez
Presidente de Mare Terra Fundación Mediterrània y de la Red Internacional de Escritores por la Tierra, Escritor y periodista español, colaborador de ContraPunto
spot_img

Últimas noticias