‘Romero fue un santo de los pobres que ordenó a los militares no matar’

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La canonización de monseñor Romero reivindica a un arzobispo de los pobres que "ordenó a los militares desobedecer y no matar"

La noche del 21 de marzo de 1980, tres dí­as antes del magnicidio, "monseñor me convocó, para consultar al abogadito que yo era entonces la hoy famosa homilí­a del 23 de marzo, en la que ordenó a los soldados desobedecer a sus jefes en nombre de Dios y no matar", recuerda Cuéllar.

El fundador del Socorro Jurí­dico Cristiano de la Arquidiócesis de San Salvador, a quien Romero encargó la defensa los derechos de las ví­ctimas más humildes de la tiraní­a militar salvadoreña, se estremeció por las consecuencias de aquel discurso religioso que leí­a, cuando una guerra civil estaba en ciernes.

"Le tuve que advertir que cometerí­a, administrativa y penalmente, un delito de incitación a la rebelión y a la desobediencia a los mandos de la Fuerza Armada y al código militar", recuerda Cuellar, quien años después llegarí­a a director ejecutivo del Instituto Interamericano de DDHH.

A sus 63 años, Romero respondió al joven abogado de 26 que "una Iglesia que es incapaz de enfrentarse a las injusticias no cumple su verdadera misión".

Al dí­a siguiente, en el altar de la basí­lica de San Salvador, en un homilí­a trasmitida en vivo, Romero exclamó: "ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios, una ley inmoral nadie tiene que cumplirla".

Cuéllar reflexiona casi 38 años después que "con el paso de los años, es extraordinario observar cómo Romero se convirtió en sí­mbolo internacional de los derechos humanos en el mundo".

Las razones por las que ha trascendido como San Romero de América están en "su obra de defensa insobornable al elemental derecho a la vida y la dignidad humana, en una tierra ardiente, sangrante y doliente que le toco recorrer", dice uno de los autores de la biografí­a que llevó a convertirlo en santo.

Vida de santo

Cuéllar nunca creyó que dos años después del fin de la guerra civil comenzaba una obra que culminarí­a con la noticia que salió del Vaticano el 7 de marzo, para canonizar a Romero junto a al papa Pablo VI: "Ahora pienso que es algo sobresaliente y casi sobrenatural".

"El 11 de mayo de 1994, abrimos tí­midamente la oficina de postulación a la beatificación y canonización en una pequeña oficina del arzobispado de San Salvador, durante el mandato de monseñor Arturo Rivera y Damas", recuerda.

El vicario general del arzobispado fue designado con una misión: "Indagar todo lo sabido y no sabido sobre la vida del arzobispo, no solo su vida eclesial sacerdotal sino su vida privada, como jerarca de la Iglesia Católica desde sus primeros pasos como cura del pueblo de Santiago de Marí­a", en el oriente cafetalero de El Salvador.

No solo interesaba la gestión religiosa, desde que fue sacerdote, obispo y elevado a arzobispo por Paulo VI, en febrero de 1977.

"Investigamos también su vida afectiva privada, filial, comunitaria, y la historia familiar con sus siete hermanos, una vida casi desconocida", reseña el autor del testimonio.

Romero vení­a de una iglesia que no estaba dirigida hacia los pobres.

"Poco a poco descubrió, en la convivencia eclesial con los olvidados, que no solo deben considerarse sujetos de una obra de misericordia, sino sujetos sociales polí­ticos, en lo personal y en lo comunitario", dice Cuéllar.

Es el mensaje que enví­a Francisco, al superar las barreras que el Vaticano impuso por décadas en las eras de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Cuéllar fue uno de los 30 testigos que el Vaticano seleccionó.

"Tuve la fortuna de trabajar con el arzobispo tres años y 20 dí­as, desde febrero de 1977 hasta el 24 de marzo de 1980, en el mismo dí­a del magnicidio", recuerda Beto, como lo conocen sus amigos y colegas.

¿Podemos tocar al santo?

Mientras Romero era velado en la capilla de la Policlí­nica de San Salvador, Cuéllar acudió como abogado de la Iglesia a atestiguar la autopsia.

"Salí­ aquella noche a la Avenida Universitaria, a respirar un poco de aquel clima abrumador de alta tensión y dolor que viví­a la gente, y me encontré, escondidos en los jardines del hospital, a unos 15 pordioseros", relata.

Sin  saber la razón por las que el joven abogado Cuéllar estaba en aquel hospital, le dijeron: "¡Eh, doctorcito, ¿podemos tocar al santo?".

"Aquella misma noche, esa interrogación me quedó como una huella imborrable", confiesa.

Allí­ fue testigo de la primera aclamación popular de la santidad de Romero.

El  asistente jurí­dico tuvo la ocasión de recorrer con Romero las comunidades campesinas castigadas por el miedo y la represión, de 1977 a  1980, que el arzobispo describió en sus reflexiones grabadas en cintas magnetofónicas, la última la noche del 21 de marzo de 1980, tres dí­as antes de morir.

"Me impresionó la sencillez con la que recorrí­a sus remotas parroquias campesinas, sin lujos, eran lugares donde él pensaba que habí­a que afirmar la vida cristiana", recuerda su acompañante de aquellas peregrinaciones.

Ahora como santo, Romero tiene una vida que la Iglesia Católica considera que vale la pena imitar.

Romero  decidió vivir en una humilde habitación en el hospital para cancerosos de la Divina Providencia a la que llegó el joven abogado a examinar la redacción de la crucial homilí­a.

"Su última consulta fue muy crí­tica: me preguntó si estaba con él en aquel momento, era la noche antes de la misa dominical", reseña Cuéllar.

"Él querí­a hacer lo correcto, no solo desde una postura moral, sino jurí­dica", recuerda el abogado.

La  intención era hacer una exhortación "para conminar a desobedecer una ley inmoral, no desde una Iglesia que se coloca cómodamente, sino comprometida con las ví­ctimas".

Romero tení­a asesores teológicos, polí­ticos y jurí­dicos de primer nivel, dice el testigo, "pero, por alguna razón, me lo querí­a consultar a mí­".

El arzobispo fue vehemente, "entonces me convenció y le expresé mi apoyo", admite el jurista, ahora coordinador del Instituto de Educación en DDHH y Democracia de la Organización de Estados Iberoamericanos.

La parte  medular de la homilí­a dirigida a los militares, tras un recuento de hechos de violencia, rezaba: "en nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada da más tumultuosos, les suplico, les ruego “”hizo una pausa y lanzó-: ¡les ordeno en nombre de Dios: cese la represión!".

La homilí­a fue trasmitida en vivo por la radio nacional católica, y muchos testimonios apuntan a que el lí­der fundador de la ultraderechista Alianza Republicana Nacionalista ordenó entonces el asesinato, según el informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas, de 1993.

Un dí­a después, mientras oficiaba su última misa en el hospital de cancerosos donde residí­a, Romero fue asesinado de un tiró al pecho.

Una bala expansiva de un francotirador de un escuadrón de la muerte de ultraderecha tocó su corazón.

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Publicado en Sputnik Mundo.

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Victor Flores García
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Periodista internacional
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