Dora ingresa escurridizamente entre las cámaras y los feligreses que rodean la tumba del beato Oscar Arnulfo Romero por motivo de conmemorar su cumpleaños número 100 en la cripta bajo Catedral de San Salvador. Hace una reverencia, se persigna, murmura algunas oraciones y se dirige a la cabeza de la escultura que yace sobre la tumba del santo de América.
Arriba, en la catedral, hay música, aplausos y reverencia de cientos de católicos que colmaron los pasillos del principal templo del país para conmemorar a su mártir. Entre la multitud hay estudiantes, funcionarios de gobierno, extranjeros y personas que llegaron a celebrar y recordar el mensaje de un profeta que se ganó el amor de un pueblo.
Afuera de catedral, vendedores ambulantes aprovechan la aglomeración para ganar unos centavos; unos como ofrendas o donaciones para entidades católicas, otros, porque la pobreza los obligó, la misma pobreza contra la que Romero luchó y que sigue viva.
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Entre los vendedores estaba Carmen. Una anciana de unos 65 años que lucía un delantal curtido, usaba bastón para caminar y vendía a un dólar bolígrafos adornados con coloridas figuras de foami. Repetía desde afuera los versículos de la homilía mientras ofrecía su venta que cargaba desde Soyapango.
“Es que monseñor era así (empuña su mano y la lleva a su pecho) con la gente campesina. Yo me di cuenta de su muerte por televisión”, recuerda Carmen Hernández. Añade que los asesinos pueden hacer y deshacer en este mundo pero “del Libro de la Vida” nadie se escapa, sentencia.
Mientras, dentro de catedral, el cardenal chileno, Ricardo Ezzati, enviado del papa Francisco para esta conmemoración, casi termina su homilía con voz en cuello y cuyo eco resonaba entre las paredes agrietadas del centro histórico de San Salvador y en el pensamiento de cada peatón que por ahí circulaba.
“Me atrevo a decir que el beato Romero es un mártir de la esperanza. Lo es para los más pobres de nuestro continente, lo es para nuestra querida iglesia, lo es para los que luchan por la justicia, la reconciliación y la paz que con cariño renovado, ya lo llaman San Romero de América”, dijo Ezzati.
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Dora Córdova aplaude y se emociona hasta las lágrimas al recordar a monseñor Romero. No duda en ningún momento que fue él quien le dio el milagro de salvar a su hijo del alcoholismo, una oración que mantuvo por tres años.
“Estoy muy agradecida y bendecida por él porque me ha hecho muchos milagros que le he pedido. Uno de ellos es que yo tenía un hijo alcohólico. Siempre le vine a pedir que me ayudara. El milagro fue que mi hijo dejó el vicio del alcohol”, expresa Dora.
Enfundada en una blusa blanca y falda rosa, carga una cartera y de ella sobresale el mango de un paraguas. Dora visita a diario a monseñor Romero desde Huizúcar, previo a irse a su trabajo como empleada doméstica, labor que realiza en Santa Tecla desde hace más de cinco años.
“Yo lo conocí en persona. Venía mucho a Catedral con mi suegra y esposo. Cuando el falleció yo estaba en dieta por recién haber dado a luz a mi hijo que nació el 12 de marzo”, relata.
Es madre de seis hijos, tiene 60 años de edad. Su voz entrecortada se asoma cuando habla de la fe que le tiene al beato oriundo de San Miguel.
“Desde antes que lo beatificaran yo he tenido fe y esperanza en que él nos escucha a nosotros de pobres y nos ayuda”, afirma
Ella no fue a la misa de cuerpo presente de Romero pues estaba de dieta por su parto. Pero su esposo y suegra que ya murieron por causas naturales, sí estuvieron presentes y fueron sobrevivientes de la masacre que hubo ese día a las afueras de catedral, a manos del ejército salvadoreño
“Si él (monseñor Romero) estuviera vivo, el país no estuviera como está porque él andaba ayudándole a uno, nos ponía atención”, dice con firmeza.
La misa terminó entre cánticos e intercambios de saludos. Dora debía volver a su trabajo como trabajadora de hogar y Carmen volvió a pregonar “lapiceros adornados a dólar”. Todo volvió a la normalidad.