“Escribir cansa” afirmaba Jorge Ibargûengoitia, el escritor guanajuatense muerto en un accidente aéreo en Colombia en 1983. Tenía razón, a veces el oficio creativo se convierte en un pesado yugo para los que tenemos la perniciosa maña de jugar con el lenguaje, y es peor, cuando se mantiene un espacio periodístico en el que a veces se sacrifica la calidad por la inmediatez.
Ibargûengoitia durante muchos años fue considerado un escritor menor y fue hasta su muerte cuando la crítica se desbocó en elogios y homenajes para recordar al narrador, articulista y dramaturgo cuyos temas, literarios y periodísticos, resultaban ofensivamente sinceros y simples. Él es el autor y cronista de la vida cotidiana.
En alguno de sus artículos comentó que a veces no tenía ni la voluntad, ni la concentración, ni el tema, y en síntesis, ni idea de lo que iba a escribir al día siguiente. ¿El horror a la página en blanco?, no, la sinceridad absoluta del que se sabe dueño de la técnica empujando al talento, el escritor sin atavismos, el dios pequeño sin poses de iluminado.
Ibagûengoitia perteneció a la plana de colaboradores del Excélsior de Julio Scherer García, periódico que hizo escuela en una época en la que predominaban la censura y el soborno a gran escala.
En la última década del pasado milenio, la editorial Vuelta en un alarde de democracia intelectual, pocas veces visto, recopiló la obra periodística de Ibargûengoitia y los editó en dos volúmenes poseedores de un magnetismo subyugador.
Sin embargo su obra es vasta: Los relámpagos de agosto, Los pasos de López, Dos crímenes, Las muertas, Maten al león, Estas ruinas que ves, La Ley de Herodes, Viajes a la América ignota y El atentado son algunos de sus libros más conocidos.
Con Los relámpagos de agosto, su primera novela exitosa, ganó el premio Casa de las Américas lo que le brindó las posibilidades de internacionalizarse.
Ibargûengoitia es uno de mis autores recurrentes, antes de escribir esta columna yo padecía el típico surmenage citadino y no tenía ni idea de lo que escribiría, pero recordé las sabias palabras de Ibargûengoitia “escribir cansa” yo le agregaría que también aturde y a veces, muy pocas, aflige.