El continuo pulso entre los diferentes poderes en nuestro país, que en los meses pasados casi se ha vuelto un entretenimiento de corte novelesco y en razón de la nula altura moral demostrada por las partes, cuando por ejemplo el ejecutivo desconoce al legislativo o al judicial, a lo que estos responden, no con el silencio del que por solvencia no dignifica con una respuesta al agresor, sino en cambio con el silencio cómplice del que admite con una sonrisa socarrona, que las acusaciones son veraces.
Y es que, a lo impropio y caprichoso del comportamiento del ejecutivo, al que debemos sumar su insolvencia derivada de los excesos que comete cuando desoye lo mandatado por el judicial o cuando se niega a brindar los debidos reportes por el uso de los recursos a su disposición, o dar cuenta por los salarios duplicados que perciben algunos de sus ministros, o contradiciendo lo que él mismo designa como condición para regresar eventualmente al ejercicio laboral en el país, respondiendo claro a la gran empresa luego de acusar al legislativo de ser éste el que negocia con los poderes financieros, debemos sumar su equivalente en el papel representado por la asamblea legislativa o la corte suprema.
Pero a qué responde éste comportamiento tan cuestionable, las más de las veces penoso y reprochable?
Entendamos que de ningún modo se corresponde con el interés de defender el orden constitutivo, el cual del modo más vergonzoso han violentado los tres poderes en múltiples ocasiones y retorcido de acuerdo al interés que han perseguido.
No; esta conducta se corresponde con el propósito de imponer una particular agenda económica, ejecutante de uno u otro de los grupos financistas representados por las fuerzas políticas en pugna, a saber, la tradicional, delegada en la derecha histórica, como por la izquierda política vigente y no representativa de las fuerzas progresistas, que a su vez encuentran su antagonista en el nuevo partido de derecha, del que el ejecutivo es miembro y al que los partidos rémoras se pliegan de manera natural.
Ello porque simplemente ambos grupos de poder se quieren apropiar del pastel presupuestario, de los beneficios de la ley Lacap, o de sencillamente los réditos que derivarán de las privatizaciones venideras, impuestas como condición de los créditos contratados a la banca internacional, como antes hiciera la derecha política cuando se repartió los activos estatales en la década de los 90’s, que no beneficiara al soberano y que sí aumentara vertiginosamente los activos de apenas el 1%, de la población mientras sumía al resto en la pobreza y la violencia, constatado ello en los estudios realizados y publicados por el BID en diferentes momentos.
Y es que, como sucede ahora en otras latitudes, los empleadores deciden ya sobre los futuros recortes al bienestar social y laboral, que se justificarán en las condiciones que emergerán de la crisis, por lo que el escenario presente, es la cruda disputa por esos beneficios, a espaldas del soberano, y con la plena complicidad del aparataje estatal.