El mes de julio de 2016 quedó marcado en mi memoria como el momento en que se rompía un hito en El Salvador: la Ley de Amnistía dejaba de existir, en términos jurídicos. La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia había declarado inconstitucional la cuestionada norma que por más de 24 años obstaculizó la búsqueda de justicia para miles de víctimas del conflicto armado finalizado en 1992.
De repente, nos encontramos ante la posibilidad de romper la cadena de impunidades. La comunidad internacional y las organizaciones de derechos humanos nos preguntábamos si había llegado, por fin, la hora de los juicios en El Salvador. Paulatinamente, gracias al empuje de las y los sobrevivientes y pese a la pasividad de la Fiscalía General, los tribunales del país comenzaron a inaplicar la ley de amnistía, reabriendo las causas más simbólicas que permanecieron clausuradas por más de veinte años, como las de las masacres de El Mozote y El Calabozo, y el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Pese al tiempo transcurrido, la izquierda y la derecha partidarias siguen empecinadas en impedir que estas investigaciones alcancen a las élites económicas y políticas de ayer y hoy.
La Sala en la misma sentencia, también ordenó a la Asamblea Legislativa regular los medios para garantizar el acceso a información pública de las graves violaciones a derechos humanos cometidas durante el conflicto armado; disponer los recursos adecuados para responder a las exigencias de justicia y considerar las medidas de reparación integral para las víctimas.
Dos años después, la Asamblea seguía sin cumplir la sentencia de 2016. Para entonces la Sala insistió en una resolución de seguimiento que la Asamblea debía legislar según ciertos parámetros. En materia de justicia penal, la Sala aceptó la posibilidad de legislar un modelo de amnistía condicional o limitada para ciertos casos y “queda abierta la posibilidad de arbitrar una dosimetría de pena que tome en cuenta factores como el arrepentimiento, las disculpas públicas y la reparación material o simbólica del daño infligido a las víctimas del conflicto armado, entre otras condiciones, permitiendo con ello obtener la aplicación de un sustitutivo penal, la disminución de pena o la aplicación de un régimen especial de libertad condicional”.
Finalmente, ese mismo año, 2018, la Asamblea Legislativa inició el proceso para elaborar una ley a la que ha denominado Ley de Reconciliación Nacional (LRN), que ha estado cargado de señalamientos por su falta de transparencia y escasa participación de las víctimas. La Corte Interamericana de Derechos Humanos tuvo que intervenir, insistiendo en que la Asamblea debía legislar una materia de tanta envergadura consultando ampliamente a sobrevivientes y expertos. A la fecha se han conocido al menos 5 borradores, que en mayor o menor medida, contrario a lo mandatado por la Sala y la Corte Interamericana, le apuntan a crear un mecanismo para cerrarle el paso a la persecución penal, que apenas arranca en el país.
Según indicaciones de la misma Sala, la Asamblea tiene hasta el próximo 28 de febrero para aprobar esa Ley. A la fecha no se conoce la versión oficial del proyecto de ley que se estaría discutiendo, pero de aprobarse en los términos planteados en el último borrador hecho público, de nueva cuenta se afectaría el acceso a la justicia de las víctimas. En ese texto se prevé que la investigación de los crímenes de guerra y de lesa humanidad quedan en manos de las víctimas, y si estas no logran “probarlos”, el Fiscal General los archivará sin más trámite. Ello además de ser a todas luces inconstitucional, dado que la investigación de los delitos corresponde a la Fiscalía, es muy difícil para una víctima descifrar estos crímenes complejos de sistema, de Estado, sin la misma colaboración del Estado. Adicionalmente esa ley, de aprobarse, ordenaría a los jueces la suspensión de penas en los casos ya abiertos (como el de El Mozote) a cambio de trabajos de utilidad pública para los acusados, independientemente de la gravedad del crimen que hubiesen cometido.
El marco jurídico internacional relevante sobre el deber de investigar, juzgar y sancionar graves violaciones de derechos humanos implica la realización de juicios penales y la imposición efectiva de las penas proporcionales al daño causado, de ahí que para crímenes tan graves deban también darse sanciones graves. Lo anterior no excluye la posibilidad de que, en contextos de justicia transicional, en los que dicho deber entra en disputa con el de alcanzar la paz, el Estado pueda legítimamente conceder amnistías parciales, indultos y otros beneficios penales, siempre y cuando se satisfagan ciertas condiciones. Vale decir que, en El Salvador, luego de años del cese al fuego, ya se ha desvanecido cualquier peligro de poner en riesgo la paz, al tiempo que ha prevalecido la negación de las culpas, por lo que la justicia es más que nunca un imperativo.
A nivel internacional ha ganado respaldo la idea de que no basta únicamente con llevar a cabo un juicio penal para identificar a los responsables, sino que también es preciso imponer un castigo a quien sea declarado culpable. La pregunta que surge entonces es ¿qué tipo de castigo? Algunos autores han sugerido modalidades no punitivas, como la imposición de multas, la remoción del cargo, la reducción del rango, el decomiso de pensiones. Otros, por el contrario, han señalado que los castigos deben ser proporcionales a la gravedad del crimen y que por tanto deben ser de tipo punitivo, como la cárcel.
En todos los casos la concesión de beneficios como penas alternativas o suspendidas vendrían luego de una condena, y estaría sujeta a que el acusado cumpla algunas condiciones, como el reconocimiento público de su responsabilidad; la contribución al esclarecimiento de la verdad, por ejemplo, dando información sobre el destino final de una persona desaparecida; o realizando algún acto de desagravio a las víctimas, como una petición de perdón.
Para muchos es necesario que El Salvador se desprenda de su pasado, y estoy de acuerdo, pero para ello es preciso procurar el remedio de aquellos que padecieron el horror, y disminuir así los impactos brutales que deja una vida sin respuestas, como la que han atravesado tantas víctimas de la guerra salvadoreña.
Lo que vivimos recientemente con el intento del Presidente Nayib Bukele de tomar por asalto la Asamblea Legislativa usando a la fuerza armada y la policía como matones a sueldo, nos recuerda los peligros de olvidar que el poder debe tener contrapesos y límites; y si los traspasa, vendrán consecuencias en el marco del Estado de derecho.
Si entendemos la reconciliación como la convivencia basada en el reconocimiento de lo que ocurrió y en el respeto a los derechos de los otros y otras, esta resultará más factible si existe una dosis de escarmiento. De lo contrario estaríamos llamando reconciliación a un proceso de impunidad. En efecto, el castigo de los victimarios tiene en sí mismo una dimensión reparadora si se da dentro de un proceso con sentido de justicia y puede disuadir el ánimo de cometer nuevos atropellos. Además, los juicios penales aportan a la verdad en tanto contribuyen a esclarecer crímenes de manera oficial, dando validez a lo dicho por las víctimas.
Son muchas las voces dominantes en El Salvador que han instado a las autoridades a enfocarse de manera prioritaria en los problemas actuales derivados del accionar de pandillas, la extorsión generalizada y la gran corrupción por sobre los casos derivados del conflicto armado, que ya tienen más de treinta años. Sin embargo, los mecanismos de horror que utilizan las organizaciones criminales actuales, la insuficiente investigación de las estructuras responsables y la falta de atención a las víctimas son, en parte, una herencia del pasado autoritario. Abordar la impunidad de los delitos ocurridos décadas atrás, beneficiaría la lucha contra la impunidad del presente. Por lo menos esa es la esperanza que alienta a seguir.