ESTOCOLMO – ¿Cómo terminará la megacrisis de la COVID‑19? No lo sé, ni lo sabe nadie. Así que tal vez sea más productivo reflexionar acerca de cómo empezó. La respuesta a esa pregunta puede ayudarnos a mejorar las chances de evitar otra pandemia en el futuro.
La crisis actual no es la primera en su tipo. A principios de 2003, otro coronavirus (el SARS‑CoV‑1) se propagó de pronto por todo el sudeste asiático procedente del sur de China; pero al final quedó contenido en la región. Después nos enteramos de que el síndrome respiratorio agudo grave, o SARS (por la sigla en inglés), ya llevaba algún tiempo extendiéndose por el sur de China, y que las autoridades chinas habían sido renuentes a admitir su existencia y emitir un alerta, por no hablar de tomar medidas adecuadas para contenerlo. Las alarmas sólo sonaron cuando la epidemia llegó a Hong Kong, un centro financiero global clave.
Pero enseguida se inició una acción internacional coordinada. Hubo una marcada caída del tránsito aéreo en la región, y muchas áreas quedaron acordonadas. En aquel momento la Organización Mundial de la Salud criticó a China por la lentitud de su respuesta, tras lo cual el gobierno chino despidió al ministro de salud. A principios de julio, la OMS declaró el final de la crisis y dejó de recomendar medidas restrictivas. El mundo volvió a la normalidad.
¿Por qué después del éxito de 2003 hemos tenido un fracaso tan espectacular en 2020? Cualquier respuesta a esa pregunta será tentativa, porque todavía hay mucho que no se sabe respecto de la COVID‑19 y de los primeros meses del brote. Pero veo cuatro factores que tal vez ayuden a explicar la diferencia entre lo ocurrido en aquel momento y ahora.
En primer lugar, las autoridades chinas tardaron en tomar conciencia de lo que estaba pasando, emitir un alerta y emprender acciones decididas. Por lo que sabemos, la COVID‑19 apareció en China a mediados de noviembre de 2019, y a mediados de diciembre ya se estaba propagando por Wuhan (momento en el que la noticia comenzó a circular en Taiwán). Finalmente, el 31 de diciembre de 2019, China informó a la OMS respecto de un posible brote.
Durante esas primeras semanas, las autoridades locales en Wuhan trataron de tapar lo sucedido, incluso ocultando información al gobierno central en Beijing. Tal vez nunca sepamos cuánto tiempo se perdió por las maniobras de las autoridades de Wuhan. Pero sí sabemos que después del primer aviso de China a la OMS, las autoridades chinas tardaron otras tres semanas en cerrar la provincia de Hubei. Para entonces, muchos residentes se habían ido a otros lugares a celebrar el Año Nuevo Chino, con lo que propagaron el nuevo coronavirus SARS‑CoV‑2 por el país (mientras en Wuhan todavía se permitían las celebraciones callejeras).
Un segundo factor que diferencia esta crisis de la de 2003 es que el SARS‑CoV‑2 parece mucho más contagioso que su predecesor. Esto amplificó las consecuencias de la demora de las autoridades chinas. En esas cinco a siete semanas iniciales, y en las que siguieron al aviso de alerta de la OMS, durante las cuales el resto del mundo hizo muy poco, la COVID‑19 pudo propagarse mucho más rápido y más lejos que el SARS, con un resultado mucho más letal.
El tercer factor, relacionado, es que el mundo de 2019‑2020 está mucho más interconectado que el de 2002‑2003. Wuhan es una ciudad interior con once millones de habitantes a la que algunos apodan la Chicago de China, por la variedad de sus conexiones con las cadenas globales de suministro. En las últimas décadas, la ciudad se convirtió en un importante nodo de transporte. Antes de la pandemia de cuarentenas, había seis vuelos semanales de Wuhan a París (además de cinco a Roma y tres a Londres) y alta frecuencia de vuelos sin escalas a San Francisco y Nueva York. Lo que pasaba en Wuhan no se quedaba en Wuhan.
El último factor que no se puede pasar por alto es la dimensión geopolítica. Mucho antes del estallido de la crisis de la COVID‑19, el mundo ya estaba cayendo en un estado permanente de confrontación y desarreglo. En 2003 era perfectamente natural que la comunidad internacional se uniera para coordinar en poco tiempo una respuesta conjunta. Pero en 2020 esa posibilidad estuvo descartada de antemano. Incluso después de la internacionalización del virus, el gobierno del presidente estadounidense Donald Trump siguió en la negación, y hasta el día de hoy, no ha hecho ni el más mínimo gesto de liderazgo global.
Las repercusiones de la histórica abdicación estadounidense a su papel tradicional contaminaron la mayoría de los instrumentos de cooperación global establecidos. Es posible que cuando el 11 de marzo la OMS declaró la pandemia de COVID‑19, ya fuera demasiado tarde. Pero es indudable que la reacción confusa y vacilante de Estados Unidos y otros grandes países empeoró en gran medida la situación.
Mi conclusión tentativa es que la combinación de estos cuatro factores explica por qué este episodio es mucho más grave que la epidemia de SARS. Un nuevo coronavirus ha hundido al mundo en una megacrisis como no se había visto en tiempos modernos. Deberíamos considerar el mensaje respecto del estado de la gobernanza global.
Repito, nadie sabe cómo terminará esta crisis. Pero comprendiendo cómo empezó, tal vez podamos prevenir, o al menos mitigar, la próxima.
Traducción: Esteban Flamini
Carl Bildt fue primer ministro y ministro de asuntos exteriores de Suecia.
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