Por Gabriel Otero
No puedes hilvanar una sola idea. Las palabras escapan entre líneas, te invade la aflicción de parir gazapos, miras la pantalla y el cursor titila incitándote a seguir ¿a seguir el qué? ¿una verborrea sinsentido? ¿un remolino para retornar al inicio o sumergirte en el fondo? Te levantas de la silla, el regalo giratorio de navidad de tu esposa, se te hace tarde para ir al trabajo, todavía debes preparar tu desayuno y almuerzo antes de iniciar lo cotidiano: bañarte, vestirte y acicalarte, tal vez para el último día de tu vida y partir a sentir el aliento de tu propia muerte, aunque mejor mañana, eso nunca se sabe.
Tuviste un sueño reparador, una experiencia cada vez menos frecuente, dormir más de seis horas a estas alturas de la vida significa triunfar sobre la edad, los párpados pegados a los ojos sin querer abrirse, al fin te paras y vas a vaciarte en el retrete y después a prepararte un café y a encender el ordenador, siempre haces lo mismo por las mañanas, la rutina te brinda seguridad.
Ayer creíste tener el párrafo inicial en la yema de los dedos, el famoso “lead” que pedía Andreu Claret, el periodista catalán, otrora jefe regional de la agencia de noticias EFE, que te contrató para reportear durante la ofensiva de 1989 en San Salvador, escribirías sobre la nostalgia, 37 años fuera de tu país natal al que has visitado dos veces en veintiocho años, este es material suficiente para evocar y enternecer.
Lo primero que recordaste de la nostalgia fue la película de Tarkovsky del mismo nombre, la composición visual exquisita, cada elemento en su lugar, eso sí es poesía no la sarta de estupideces que suele calificar como tal la gente ordinaria que en su vida ha leído un verso, mucho menos un poemario y, por supuesto, nadie se refiere a poeisis, la poesía como creación en su amplísima idea ¿o serán tan profundos y se volvieron Aristotélicos?
¿Cuál es la causa mayor de tu nostalgia? Sin titubeos, tu familia y amigos, la casa de tus padres era un ancla personal, inexistente ya, no te gusta ahondar en orígenes y resultados, pero sentías un placer inconmensurable en llegar y palpar el amor de los tuyos.
Y qué decir de los amigos y tu colonia, las calles recorridas, el parque y los amates, las lagartijas asoleándose en los techos, el azul del cielo sin contaminar, las nubes acolchonadas, y el volcán, el omnipresente volcán, es bonito San Salvador y sin salvadoreños sería mejor, pero bueno, nada es perfecto, sólo en sueños y la imaginación.
¿Habrá cambiado tanto la capital? tan sólo de ver el Cerro de San Jacinto sin las torres del teleférico o de tomar fotografías del Lago de Ilopango desde el volcán de San Salvador es que se ha transformado.
Lo demás es nostalgia y silencio.