Por: Gabriel Otero
A la distancia lo evoco nítido, altivo, queriendo mimar las nubes mientras carga sus mil 900 metros sobre el nivel del mar, duerme en paz, pero suspira y cuando lo hace se siente en todo el país.
De cerca su orografía es cubista, no es el típico cono simétrico irruptor del paisaje, se desparrama hacia los cuatro puntos cardinales para compensar lo que le falta de altura.
No es cerro, es volcán, con imaginación se puede avistar un hombro y una mano de árboles y quebradas emergiendo de la tierra, son como venas por las que circula su orgullo, es un tanto exhibicionista porque él se sabe emblema de la ciudad capital.
De lejos parece una mujer recostada, no es la famosa Iztaccihuatl que presume sus caprichos y tamaños, todos los volcanes tienen su lado femenino, por lo menos los que se expanden, sus cúspides suelen resaltar curvas e inclinaciones, siluetas familiares reposadas a la vista.
Era 1917 cuando escupió su lava del otro lado, cerca de Quezaltepeque, los oriundos de ahí lo adoptaron como su volcán tal vez por abrigar su calor o por ver como el fuego se convierte en roca. Asunto de visiones y propiedades, para ellos es el Volcán de Quezaltepeque, para los demás, o sea todos, y los que vivimos de este lado es el Volcán de San Salvador.
No se parece en nada al Cerro Verde o al Volcán de Izalco, ni al Chichontepec o al de Santa Ana, es tres veces más alto que el volcán más pequeño, pero es cuatro veces más pequeño que el volcán más alto del mundo.
Muchos crecimos contemplando sus resplandores, sabíamos que estaba ahí, su magnificencia a la vuelta de la esquina, subir al picacho o bajar al boquerón y comer moras y frambuesas con un toque de azufre era el paseo sabatino o dominical.
Han pasado tantas noches desde que en su cumbre se leía el letrero luminoso de Vifrio, ¿cuánto nos debieron haber pagado para recordarlo?, ¿qué tamaño tenía el rótulo para vislumbrarlo desde cualquier punto de la ciudad?
Somos viejos conocidos, él aún vivirá cuando no estemos ahí o acá y si llegara a despertar más vale huir y olvidarse del poniente de San Salvador.
Comparo fotografías actuales con mis daguerrotipos guardados en la memoria, el Volcán de San Salvador cotidianamente sobrelleva las insidias de taladores y urbanistas que día con día devoran su intimidad.
El volcán es santuario ambiental, símbolo de encuentro del pasado, presente y futuro, ¿seguiremos deforestando nuestro patrimonio natural?, ¿seremos solidarios solamente en la tragedia cuando no haya nada que hacer y los deslaves arrasen colonias enteras?