Por Carlos Velis
El 26 de diciembre de 2011, la población de San Salvador fue testigo del vandalismo más grande que ha sufrido la capital en los últimos treinta años. La destrucción del mural de la fachada de Catedral. Ha habido otros en el pasado, como la destrucción del edificio del Correo en 1972, sin motivo aparente, además de los incendios en las iglesias de curas tercermundistas, como la iglesia San José.
La diferencia es que, esta vez, fue el mismo arzobispo Escobar Alas, quien ordenó el acto vandálico. ¿Razones? Expuso varias, pero rescataremos dos. La primera, que el mural estaba dañado y que podría derrumbarse, lo cual desmintió el mismo creador, Fernando Llort. La segunda, según él, porque en su diseño tenía símbolos masónicos y que eso no lo podía permitir la Iglesia.
Para nuestra historia, eso no es poco, aunque ahora, casi nadie habla de aquello. El mural surge de las manos de Fernando Llort, uno de los artistas emergentes de los años 70 -80, que hiciera una mezcla muy completa entre arte y artesanía, con un estilo propio que logró interpretar y sintetizar un lenguaje acorde con los nuevos tiempos. La Iglesia postconciliar abría en aquellos tiempos, campo para una nueva interpretación de los Evangelios, más acorde con el espíritu crístico, que se definía con el slogan “sentir con los pobres”. Nacía la teología de la liberación.
Pero 2011 fue un año en que se impuso desde el Vaticano, la reversa a todos los cambios que se habían logrado con el Concilio Vaticano II. Todo eso, a manos del sector más conservador de la Iglesia, cuyas figuras más eminentes son las ligadas a las peores perversidades que hicieron que la Iglesia Católica erosionara su feligresía. Las sectas cristianas crecieron, en especial en los sectores más humildes, justamente los abandonados por la línea conservadora.
El ciclo histórico del catolicismo había llegado a su fin. La teología de la liberación podría haberle dado un nuevo impulso, pero Juan Pablo II, a pesar de las graves denuncias de pederastia que pendían sobre todo el mundo, con gran descaro defendió y protegió a delincuentes como Marcial Massiel. Joseph Ratzinger, cuya muerte ahora la lloran (31 de diciembre de 2022) por millones en todo el mundo, desde su cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la Santa Inquisición rebautizada) y, posteriormente, como papa Benedicto XVI, fue el encargado de velar por retornar a los cánones caducos que han regido por cerca de mil ochocientos años. Cabe aclarar que nada de eso fue fundado por el Divino Maestro, sino por los concilios y sínodos eclesiásticos.
Para Ratzinger, en su papel de Guardián del Dogma o inquisidor moderno, cerró filas en torno a lo más conservador. Apartó de las universidades a reformadores como Hans Küng y Leonardo Boff. Definió a la teología de la liberación como un movimiento impregnado de marxismo, peligrosamente subversivo, porque no es una herejía clásica, sino una nueva interpretación del cristianismo.
En ese marco histórico podemos comprender la destrucción del mural de Llort, un crimen epistémico, producido en todo el país. Echaron pintura blanca a todos los murales que hablaran con la historia reciente del país. Los patinazos que dio el arzobispo explicando (o tratando) la destrucción, solo puede ser indicio de que fue una orden del Vaticano. Ni su predecesor, Fernando Saenz Lacalle se atrevió a hacerlo, que fue él quien dio la vuelta de timón de la Iglesia de nuestro país.
Pero las implicaciones son muchas más que la destrucción de un mural (a mí, tengo que reconocerlo, no me gustaba, pero no es ese el problema, como trataré de demostrar); trasciende a la historia de un pueblo que abrazó una estética propia. Son imágenes que hablaban de nuevas argumentaciones sociales, políticas e históricas. Era un mural que hacía a nuestra catedral, única en el mundo. La que protegió a los perseguidos, lloró a los masacrados y era una denuncia manifiesta por la sangre que corrió en su calle.
El cambio de timón de la Iglesia, además, tiene implicaciones más graves que obligar a los curas a volver a ponerse la sotana. Es recolonizar al Occidente y organizar la nueva cruzada contra los infieles. O sea, volver al siglo XII. La recolonización en Latinoamérica va de la mano con la destrucción de los símbolos nuevos, la “nueva herejía” que decía Ratzinger. Así murió el mural “Armonía de mi pueblo”.
Para terminar, tengo que señalar, en contraste, otro mural, el de la cúpula de Catedral, donde contemplamos toda la parafernalia dogmática católica, más gente diversa: Nobles, campesinos vestidos a la usanza de los campos gallegos e indios ¡emplumados! Pero toda la jerarquía debidamente ordenada en los escalones del cielo. De arriba hacia abajo. El colonialismo en su tinta. Lo podían hacer, porque es propiedad de la Iglesia y la propiedad privada es sagrada. Esa fue la razón que, en definitiva, esgrimió el antes mencionado arzobispo.
¿Pero qué acaso no tenemos excelentes artistas en El Salvador? ¿Acaso no es nuestro país, para nuestra gente? NO, señores. Seguimos siendo colonia. Ya no política, sino espiritual.