lunes, 15 abril 2024
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Niñas y niños robados: conducta perversa, crimen execrable

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Conducta perversa

La práctica sistemática y permanente del robo de niños y niñas en algunos hospitales regidos por Congregaciones Religiosas durante varias décadas en España es el mal radical, la inmoralidad extrema, una conducta perversa y un crimen execrable.

Quienes lo cometieron fueron personas consagradas a Dios y dedicadas al cuidado de la salud y a la protección de la vida; personas de quienes la gente se fiaba por considerarlas buenas profesionales y buenas cristianas. Estas personas, sin embargo, actuaron contra sus más sagrados compromisos religiosos, contra el código ético de su profesión y contra la gente que habí­a “creí­do” en ellas. Y lo hicieron buscando la aprobación y la complicidad de Dios, manipulado para legitimar el comportamiento perverso de las “personas sagradas”. Convirtieron a Dios en cómplice de los robos y, a la postre, en un ladrón de niños y niñas.

Crearon una red perfectamente organizada de ladrones pertenecientes a diversas congregaciones e instituciones religiosas para delinquir y extorsionar a miles de familias, es posible que con el conocimiento, la complicidad y la legitimación de las propias congregaciones, la permisividad de las autoridades eclesiásticas, la falta de vigilancia de los poderes del Estado, la colaboración de algunos profesionales de la sanidad.

La “socialización del silencio”

En su rigurosa investigación “No encargamos de todo”. Robo y tráfico de niños en España (Editorial En Clave Intelectual, Madrid, 2014, 3ª ed.), que ha llevado a esclarecer numerosos casos, el sociólogo Dr. Francisco González de Tena, impulsor de la investigación sobre los niños robados y comprometido en la lucha contra tamaño crimen, que le ha llevado a esclarecer numerosos casos, habla de la “socialización del silencio” (p. 18). Yo voy más allá y hablo de la socialización del crimen, del mal radical. En este caso, la gravedad del robo es mayor, ya que no se trata de objetos materiales, sino de personas, de vidas humanas.

“Desde la ética cí­vica –afirma González de Tena-, y no digamos desde la moral, es inadmisible que se usasen las labores asistenciales para redistribuir neonatos apelando, además, a una manipulación ideológica” (p. 17).

Tal actuación tiene carácter claramente nazi y conexiones mafiosas, ya que se utilizaban cruces gamadas junto con sí­mbolos franquistas en inauguraciones de centros asistenciales infantiles donde se practicaban robos de niños y de niñas.

Las niñas y los niños fueron convertidos en mercancí­a, en medios para fines supuestamente superiores (una supuesta vida mejor con familias pudientes), en objeto de compra-venta. Se negoció con lo más innegociable, la vida humana de personas indefensas. “¡Con el dinero que me has costado! Podrí­a haber comprado una piara de cerdos!”, le decí­a muchas veces su madre adoptiva a Liberia Hernández, una niña de la Casa Cuna vendida. Cuando la madre adoptiva trataba mal a Liberia y esta le preguntaba por qué entonces la habí­a adoptado, aquella le respondí­a, sin ningún tipo de pudor ni de rubor, que habí­a pedido a su sobrina la religiosa sor Marí­a Soler que les buscara a alguien para que cuidara al matrimonio cuando fueran mayores. “Y ese alguien soy yo”, me confesó Liberia Hernández, mujer inteligente y concientizada a quien conocí­ en las Jornadas de La Laguna (Islas Canarias) sobre niños robados en mayo pasado.

Concepción mercantil de la religión

Las religiosas y sus cómplices operaron con una concepción mercantil de la religión: la religión perdí­a todo carácter de relación personal y gratuita con Dios y se tornaba una institución de mercado dedicada al negocio de compra-venta de niñas y niños, que reportaba pingües beneficios para la congregación religiosa y para la Iglesia. Se sustituyó la motivación religiosa por los intereses económicos, la vocación de servicio por la extorsión.

Leemos en el Evangelio de Mateo: “No podéis servir a dos señores: a Dios y al dinero”. Las religiosas y sus colaboradores hicieron compatible lo que el Evangelio declara incompatible o, peor aún, sustituyeron a Dios por el Dinero en un acto de clamorosa dinero-latrí­a.

Frialdad e insensibilidad

Se produjo un juego perverso, con la vida y la muerte, que delata la frialdad y la insensibilidad con que actuaban: decir a los padres que el bebé habí­a muerto… generando sufrimiento, amargura, desolación, desconsuelo, desesperación, con consecuencias psí­quicas irreparables de por vida para los padres y toda la familia, que esperaba con ilusión el nacimiento de un hijo/hija. Para ello se hizo un ejercicio sistemático de engaño.

El robo de niñas y niños está en las antí­podas del principio fundamental del cristianismo: opción por las personas más vulnerables, más débiles, indefensas: niños, niñas, personas pobres, extranjeras, discapacitadas…. Es contrario a la ética de la compasión, que consiste en ponerse del lado del otro, en el lugar del otro, compartir alegrí­as y sufrimientos.

Se atentó contra la dignidad humana de los niños y niñas robados. Se les cambió la identidad civil y biológica. Se les arrancó de su entorno natural, el de su familia, de los afectos materno-paterno-filiales, y se los entregó a otra familia que no garantizaba el desarrollo integral de los niños, ya que la compra respondí­a a intereses, no a afectos de amor.

La actuación de algunas congregaciones religiosas fue contraria a la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada por la ONU en 1959, que afirma: “El niño es reconocido universalmente como un ser humano (no mercancí­a) que debe ser capaz de desarrollarse fí­sica, mental, social, moral y espiritualmente con libertad y dignidad” y requiere “el derecho a la comprensión y al amor de la padres y de la sociedad”, a estar entre los primeros en recibir ayuda en cualquier circunstancia.

A todo esto cabe añadir que se produjeron una culpabilización y una estigmatización de las familias, de los padres y las madres, por ser pobres, a quienes se llegaba a acusar de conducta desviada y de incapacidad para educar a sus hijos e hijas.

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Juan José Tamayo
Juan José Tamayo
Teólogo, director de la Cátedra “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III, Madrid; colaborador de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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