Neo-liberalismo (II parte)

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Me referí­, en la primera parte, a la pretensión de la ideologí­a neo-liberal de ser portadora de conocimientos objetivos, cientí­ficos sobre la realidad histórica y cómo rehúsa aparecer como otra ideologí­a más. El imaginario neo-liberal se nos presenta como un mito de la libertad-deseo ilimitado del gozo (disfrute). Se trata de una suerte de ápeiron de Anaximandro de Mileto, capaz de tragarse todo lo que le pueda resistir. Se trata de un mito de un orden que es desorden y que logra su legitimidad por la creación de riquezas, de poderes de consumo, de capacidades cognitivas; se presenta como un orden inédito que adquiere el desplazamiento y la liquidación de todos los lí­mites, que sean morales, polí­ticos, del desprecio de cualquier consideración de cooperación, de cualquier igualdad real, de cualquier solidaridad, en resumen de todo nexo comunitario y social, con la única excepción del mercado generalizado y de la concurrencia.

Esta libertad-deseo pretende ocupar el lugar de un orden simbólico y se propone regular los procesos de subjetivación individuales. El sujeto se convierte en un individuo que libremente se vuelve objeto de un gobierno sobre sí­ mismo, este auto-gobierno es la imitación (mimesis) de la gobernanza empresarial o emprendedora y se identifica con los objetivos de ésta.

El neo-liberalismo se quiere de esta manera una religión total de la vida cotidiana en un mundo reducido a una empresa regida por los únicos imperativos que rompen de hecho con toda comunidad y que ignoran cualquier orden simbólico en provecho de una Ley sin Ley, la del orden simbólico que destruye el resto de sí­mbolos. Se abren por completo las válvulas al imaginario neo-liberal en el que cada hombre, que es un sujeto/objeto que se produce en el mundo real, sufre la reducción a un estatuto de objeto/objeto atrapado en el engranaje que mete en movimiento una pluralidad de objetos/objetos.

Un imaginario de este tipo hace de su ficción un hecho eficaz, una realidad. Trasgrede los tres lí­mites que fueron impuestos históricamente a la gobernanza capitalista: 1. lí­mite religioso (el recurso a un Dios de caridad) 2. lí­mite ético y filosófico (el imperativo kantiano y el derecho natural) y 3. lí­mite polí­tico (el contratualismo social, Hobbes, Locke y Rousseau, y las distintas solidaridades). El ideal de la acumulación y del gozo ilimitado debe de aquí­ en adelante normar y destruir de hecho todo deseo, toda imagen del yo. He aquí­ ante nosotros, un fantasma de poder absoluto que se asienta, se funda en la plasticidad indeterminada de lo humano, de la cual se ha apoderado el neo-capitalismo, la ha capturado en su beneficio, presentándose como la única versión legí­tima del progreso. En otros tiempos este progreso estaba dirigido por la Ilustración y los distintos socialismos. Desde ahora en adelante estas fuerzas están reducidas a ejercer la función de fuerzas conservadoras, sobre todo cuando se oponen a la expansión de ese poder absoluto para conservar lo que parece definir lo humano en tanto que condición trascendental, de orden simbólico.

El imaginario neo-liberal destina la acumulación del capital y del gozo a una í­nfima minorí­a  ganadora en los mercados y la que apoya su autoridad en otra corriente ideológica harto conocida, el neodarwinismo social. Detengamos un poco en ella. En los momentos de graves crisis del capitalismo resurge esta pseudo-ciencia con mucho maquillaje, aunque se sienta siempre la naftalina. Esta ruinosa teorí­a, totalmente ajena a Charles Darwin, surgió en los tiempos victorianos, bajo el impulso de las obras de Herbert Spencer. La realidad misma de la crisis y del propio funcionamiento del capitalismo, con todas sus destrucciones, tanto de la naturaleza como de los hombres, ha puesto en el tapete el tema de la sobrevivencia. Es la principal razón por la que Darwin y la interpretación de sus enseñanzas cobran una importancia considerable y constituye un desafí­o primordial del pensar. De la misma manera que la historia y su gran pensador, Karl Marx, han sido depuestos de su eminente lugar en el proyecto teórico para comprender lo que rige profundamente nuestro devenir, esto ha producido la transferencia de la preocupación por  comprender hacia la aprehensión de tendencias más vastas y menos accesibles a la voluntad, como por ejemplo la de la evolución, de la cual no podemos disociar lo que de origen nos enraí­za en la naturaleza, sobre la cual la intervención histórica de los hombres aparece con superlativa evidencia como un fracaso racional o un uso irrazonable de su libertad.

A fuer de la crisis ecológica, el asunto de la sobrevivencia de la especie tiende a remplazar  el de la transformación de la sociedad, de la misma manera que la evolución tiende a substituir el interés de los hombres por la historia. En esta tendencia surge un paradigma que se ha apoderado del pensar, sentir y actuar de las mayorí­as: la sobrevivencia se acompaña de la victoria del más fuerte, del más capaz, el fracaso destruye los ánimos, pues no tiene apelación, es un asunto personal, uno no ha sabido poner de su lado todas las competencias. Ya no es la sociedad que no ha sabido emparejar las posibilidades y oportunidades, sino que cada uno es culpable y responsable de su destino. Los que están arriba son los vencedores de una lucha por sobrevivir y son los más capaces para dirigir la evolución de la sociedad. Todo es visto de esta manera, todo tiene el valor de la concurrencia, todo hasta lo más í­ntimo se puede enajenar como una mercancí­a, para ganar en esta guerra sin piedad es urgente ser egoí­sta y hay que dejar el cerebro dispuesto para conducir la obsesiva adquisición de objetos que deben ser sentidos como lo que realiza a la persona. Esta regencia de la concurrencia ilimitada conserva el ideal prometeico del dominio de la naturaleza por las tecnologí­as sociales, guardando al mismo tiempo el derecho de vivir que le es concedido exclusivamente a los vencedores, los vencidos son abandonados a la muerte, si esto resulta económicamente indispensable (recuerden las palabras soeces de la presidenta del FMI, Christine Lagarde, sobre los jubilados), o a la sobrevivencia elemental, todo esto teniendo como fondo la creencia en la capacidad de los individuos “responsables” de salir airosos si aceptan auto-gobernarse siguiendo las leyes del sistema.

En el diario The Guardian, Jason Hickel le responde a Steven Pinker, quien publicó una pretendida prueba que desde 1820 hasta nuestros dí­as la pobreza habí­a disminuido de manera vertiginosa. Hickel demuestra con detalles que las falsas estadí­sticas usadas no pueden probar lo que pretenden. Pero lo más importante son las reales cifras del hambre en el mundo que concierne millares de seres humanos, Jason Hickel cita documentos de la FAO. Se trata de la reproducción de la vida de tantos cuerpos que a diario no absorben las necesarias calorí­as, que sufren de desnutrición, en esto ya no se trata ni de ganar o de perder, sino apenas de poder seguir viviendo. En nuestro paí­s cuántos compatriotas viven en condiciones de pobreza y extrema pobreza, la cifra casi llega al 75%. Todos estos pobres son juzgados con severidad por dejarse estar, por no proveerse de todo lo necesario para triunfar en este mundo. Esta presión constante los hunde en la desesperación y los obliga a huir a otras tierras hostiles. 

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Carlos Ábrego
Carlos Ábrego
Columnista Contrapunto
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