martes, 16 abril 2024
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Muros

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Por Gabriel Otero

Poco antes de iniciar la guerra en El Salvador se comenzaron a levantar muros como si todos se hubieran puesto de acuerdo. Los fabricantes de tabiques de Armenia y Santa Rosa de Lima trabajaron a marchas forzadas durante meses para cubrir la demanda.

De un día para otro, se erigían murallas cuando los hogares eran de puertas y ventanas abiertas, podías ver a las familias mientras cenaban y escuchar sus televisiones encendidas, las vidas eran diáfanas y todos nos conocíamos, hubo un par de noches en que el zaguán de nuestra casa quedó abierto y que el sereno no cerró porque pensó que don Julián lo había dejado así.

La guerra significó resguardarse. En cada residencia había cuando menos una pistola de grueso calibre. Los milicos vecinos y golpeadores violentos tenían fusiles, granadas y hasta metralletas.

La única casa que siempre tuvo muro fue la del coronel L ubicada frente a la cancha de basquetbol del parque. El tipo estaba dañado, un sábado en la tarde, estando los juegos abarrotados de niños, salió a perseguir a su mujer empuñando un revólver hasta que la alcanzó y entre gritos la jaló del cabello para meterla de nuevo, amagó con dispararnos y nos tiramos pecho a tierra detrás de las bancas de piedra, no fuera que al maltratador se le escaparan uno o varios tiros. Éramos amigos de sus hijas e hijo, a los días se mudaron al barrio militar y no supimos más de ellos.

En la casa de la esquina, la nuestra, se construyó una muralla larga con ladrillos y celosías, Cesáreo el jardinero sembró veraneras que al crecer treparon sobre la barrera.

En la guerra, se cotizaron los oficios de herrero y albañil, porque además de muros se habilitaban búnkeres previendo balaceras y otras catástrofes y cisternas para la escasez de agua. Los herreros fabricaban protecciones en patios y tendederos.

A inicios de la década de los ochenta, frente a nuestro domicilio se vivió uno de los enfrentamientos más cruentos de la colonia, los guerrilleros iban en retirada hacia el volcán tras ser interceptados por un escuadrón de soldados, la balacera duró más de una hora, se escuchaban tiros secos, gritos, puteadas y mentadas de madre, después solo silencio.

Hubo que lavar los restos de masa encefálica e intestinos pegados en el muro, no se supo quién retiró los cadáveres, en otros lugares se quedaban a la intemperie y terminaban en fosas comunes, pero en esta zona intentaban transmitir una imagen de normalidad como parte del manejo propagandístico.

Los escenarios bélicos se desarrollaron mayoritariamente en el campo, hasta la llegada de la ofensiva en noviembre de 1989 cuando la guerra golpeó a la ciudad con crudeza, ahí valoramos y agradecimos la protección de las barreras de ladrillo.

Tras cuatro décadas la existencia del país cambió, pero esos muros que afectaron para siempre la arquitectura del paisaje fueron testigos de lo terrible, de sucesos que costaron vidas. Hoy la guerra cada día se desdibuja más.

Son los estragos de la desmemoria, las experiencias que caen en la oscuridad del olvido.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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