lunes, 15 abril 2024
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Monseñor Romero, profeta, pastor y mártir

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Recientemente he vuelto a El Salvador, CA, invitado por la Asociación COOPESA, que preside el teólogo Luis Alonso Coto, para impartir un curso de formación teológica a los sacerdotes del paí­s y de Guatemala. La invitación me vino del teólogo Juan Vicente Chopin, director de la Escuela de Teologí­a y del Doctorado en Teologí­a de la Universidad Don Bosco y autor de un magní­fico libro sobre Teologí­a del martirio cristiano. Implicaciones socio-Eclesiales, que ofrece un riguroso estudio histórico-teológico sobre el martirio en América Latina.

En total participaron 80 sacerdotes salvadoreños y guatemaltecos de cuatro generaciones que trabajan pastoral y socialmente en zonas rurales y urbanas. Me ha producido una profunda tristeza la noticia del asesinato, la tarde del Jueves Santo, del padre Walter Osmir Vásquez Jiménez, que participó en el curso de reflexión teológica. Tení­a sacerdote de 36 y pertenecí­a a la diócesis de Santiago de Marí­a, de la que fue obispo monseñor Romero.

Durante esos dí­as fui invitado por el Departamento de Filosofí­a de la UCA a presentar mi libro Teologí­as del Sur. El giro descolonizador (Trotta, Madrid, 2017), Tuvo lugar en el Auditorio Elba y Celina, madre e hija asesinadas el 16 de noviembre de 1989 junto seis jesuitas, y contó con la asistencia de cerca de 70 personas y una excelente acogida. La presentación corrió a cargo de Héctor Samour, quien ofreció las claves de lectura del libro e hizo un detallado recorrido por sus diferentes capí­tulos destacando el cambio de paradigma que el libro supone en el relato teológico de la liberación.

El curso de formación teológica tuvo lugar en la residencia “La Brisa del Carmelo” durante una semana en la que reflexionamos coralmente sobre “Fe y polí­tica. Reino de Dios y evangelización liberadora en América Latina”, que intentó responder a tres preguntas en la relación entre fe y polí­tica: “¿de dónde venimos?, ¿dónde estamos?, ¿hacia dónde vamos?”, vinculadas las tres con la realidad de El Salvador, que en esas fechas estaba viviendo una intensa campaña electoral para los comicios legislativos y municipales.

La reflexión teológica se vio enriquecida con relatos de experiencias de resistencia durante la guerra civil y de compromiso por los derechos humanos. Escuchamos los dramáticos testimonios de supervivientes de las terribles matanzas de poblaciones enteras –verdaderas masacres-. Algunos polí­ticos expusieron sus programas ante las elecciones legislativas y municipales y contamos con rigurosos análisis de prestigiosos sociólogos sobre la situación de El Salvador.

Aprecié un cambio muy importante en los sacerdotes en relación con mis viajes anteriores a la beatificación de monseñor Romero. Ya lo habí­a notado en mi estancia del año pasado, invitado por la Universidad Don Bosco y la UCA. Un ejemplo de dicho cambio fue la invitación a impartir una conferencia en el Seminario “Monseñor Romero” donde estudian seminaristas de cuatro diócesis que lo han creado con una orientación claramente “romeriana”, como el propio nombre del Seminario indica. A la conferencia asistió monseñor Elí­as Bolaños, obispo de Zacatecoluca.

El clima que se respiraba en el curso fue “romeriano”. Tuve la oportunidad de dialogar con sacerdotes que me contaron su compromiso polí­tico con la guerrilla y de escuchar los testimonios de sacerdotes que colaboraron pastoralmente con monseñor Romero, obligados a exiliarse tras su asesinato y hoy marginados de la actividad pastoral por la jerarquí­a. Algunos testimonios me produjeron una profunda tristeza por el trato poco respetuoso dado a quienes en medio de situaciones polí­ticas represivas estuvieron cerca del pueblo sufriente y hoy son memoria vida de una Iglesia liberadora.

Me resultó especialmente impactante el relato de un sacerdote que, siendo seminarista, acompañó a monseñor Romero el 23 de marzo, tras el memorable sermón, en la visita a dos comunidades que habí­an sufrido una brutal represión del Ejército. Durante el camino el coche en el que viajaban sufrió dos registros en busca de armas y los ocupantes fueron sacados del coche y arrojados al suelo. Llegaron con más de dos horas retraso y la gente de las comunidades se habí­a dispersado. Pero cuando se corrió la voz de que habí­a llegado monseñor Romero, se concentraron cerca de 500 personas.

¿Qué sucedió realmente el domingo 23 de marzo de 1980? Monseñor Oscar Arnulfo Romero pronunció una dolorida, dramática y casi desesperada homilí­a en la Catedral de la capital de El Salvador. Estas fueron sus palabras: “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policí­a, de los cuarteles. ¡Hermanos! ¡Son de nuestro pueblo! ¡Matan a sus mismos hermanos campesinos! […]. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios […]. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada dí­a más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”

Fue su última homilí­a. Con ella monseñor Romero habí­a firmado su sentencia de muerte. Los jefes militares interpretaron sus palabras como una llamada a los soldados a la desobediencia y a la insumisión y prometieron vengarse. Y la venganza no tardó en llegar. El 24 de marzo, a las seis y veinte de la tarde, monseñor Romero era asesinado por un francotirador a las órdenes del Mayor Roberto D´ Abuisson, mientras celebraba la eucaristí­a en la capilla del hospital de la Divina Providencia.

Cuando esto sucedí­a, los Estados Unidos apoyaban con ingentes sumas de dólares al Gobierno salvadoreño y a su Ejército, en alianza con la oligarquí­a, para atentar contra la ciudadaní­a indefensa y terminar con la Iglesia de los pobres y con la teologí­a de la liberación, que ejercí­an la denuncia profética y luchaban pací­ficamente por la liberación de las mayorí­as populares. Durante esos años la Iglesia salvadoreña sufrió una terrible y sangrienta represión, que costó la vida a numerosos sacerdotes, religiosos, religiosas, lí­deres de comunidades, catequistas, al grito “Haga patria. Mate un cura”. Mientras arreciaba la represión contra el pueblo y contra la propia Iglesia, buena parte de la jerarquí­a y del clero salvadoreños guardó un silencio cómplice. Peor, aún, algunos de sus compañeros en el episcopado lo acusaron de subversivo.

Tras su asesinato martirial, se hizo un largo silencio –en muchos casos acusatorio- sobre Monseñor Romero en la Iglesia institucional salvadoreña, el Vaticano y los sectores polí­ticos conservadores del paí­s. Silencio que contrastó con el reconocimiento de su compromiso con los pobres y de su santidad martirial por parte del pueblo salvadoreño, de las comunidades de base y de la teologí­a de la liberación. Pedro Casaldí liga se hizo eco de ese sentir en un bellí­simo poema titulado “San Romero de América, Pastor y Mártir”: “¡Pobre pastor glorioso,/asesinado a sueldo,/ a dólar,/a divisa,/ como Jesús, por orden del Imperio./Pobre pastor glorioso,/ abandonado/ por tus propios hermanos de báculo y de Mesa…!/ San Romero de América,/ Pastor y Mártir nuestro:/nadie podrá callar/ tu última homilí­a”.

Sensible a ese sentimiento, Francisco, recién elegido Papa, activó el proceso de beatificación de Monseñor Romero, paralizado por sus predecesores, que culminó con una solemne ceremonia celebrada en la Plaza Salvador del Mundo de San Salvador el dí­a 23 de mayo de 2015 con la participación de unas 300 000 personas de 57 paí­ses. Coincidiendo con el quinto aniversario de su elección papal, Francisco ha anunciado la canonización de Romero, que, según las informaciones que acabo de recibir, parece que tendrá lugar el 21 de octubre del presente años en Roma (Me pregunto por qué no en San Salvador, ciudad donde ejerció el pastorado profético y liberador durante tres años y donde fue asesinado).

La canonización puede ser un momento oportuno para el reconocimiento del Profeta, Pastor y Mártir no como santo milagrero u obispo piadoso y fiel a Roma, sino como referente de un cristianismo liberador, ejemplo de ciudadaní­a activa, conciencia crí­tica del poder, de todos los poderes, pedagogo popular, defensor de los derechos humanos y comprometido en la lucha por la paz y justicia –ambas inseparables- desde la no violencia activa.

¿Fue asesinado Monseñor Romero por odio a la fe, como se argumentó para declararlo beato? Yo creo que no. Lo fue por su defensa de la justicia en un clima de injusticia estructural, de la paz en un clima de violencia del sistema y contra la vida de los pobres, amenazada a diario por los poderes oligárquicos, militares y paramilitares coaligados. La verdadera explicación del martirio de monseñor Romero se encuentra en las Bienaventuranzas, que son la Carta Magna del cristianismo: “Bienaventurados los constructores de la paz… Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia”. Es a ellas a las que hay que apelar para justificar la beatitud de monseñor Romero. Es en la práctica de las Bienaventuranzas donde, a mi juicio, debe basarse la próxima canonización de monseñor Romero.

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Juan José Tamayo
Juan José Tamayo
Teólogo, director de la Cátedra “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III, Madrid; colaborador de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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