Por Gabriel Otero.
No es necesario tener dos dedos de frente para deducir que los Acuerdos de Paz fueron asesinados a puñaladas con la aprobación de la Ley de Amnistía, decretada el 22 de marzo de 1993 por la Asamblea Legislativa de El Salvador. La esperanza duró 429 días desde el 16 de enero de 1992.
Es de ingenuos pensar que el valor universal de la justicia era negociable y que el borrón y cuenta nueva no cobraría la factura más temprano que tarde, y que el basurero de la historia, certero y preciso, estaba destinado para los que se beneficiaron durante lustros con las esperanzas de los incautos.
Porque los líderes de los combatientes, los que manejaban las masas, los que se llenaban la boca de consignas incendiarias y levantaban el puño izquierdo, los que hoy se ufanan de ese gran logro y desean regresar el tiempo para seguramente hacer lo mismo, son los que traicionaron los anhelos de cambio.
Con su miedo y tibieza, en aras de la gobernabilidad, no caminaron hacia adelante, ni siquiera gatearon, y les tembló el pulso a la hora de reconocer sus crímenes y pedir perdón a la gente que los sufrió, y permitieron que el bando contrario se escondiese entre la niebla del júbilo por el arribo de la democracia y durante veintiséis años se turnaron para saquear los recursos del estado.
Y una vez más tuvieron que intervenir otros países para rectificar las estupideces y omisiones de la política criolla, y en 1999 la Corte Interamericana de Justicia solicitó reabrir el caso de la matanza de los jesuitas, y en 2023 en Estados Unidos capturaron a un militar que participó en la matanza de El Mozote.
Aunque hubo intentos tardíos para retomar el camino, la Ley de Amnistía fue derogada por la Corte Suprema de Justicia salvadoreña en 2016, la historia es memoria.
Porque los Acuerdos de Paz no solamente eran una licencia para que los que exguerrilleros montaran chupaderos y moteles de paso, ni tampoco para que decenas de parásitos se alimentaran de los proyectos de la Cultura de Paz, y hoy, generaciones después, muy pocos recuerdan que hubo una guerra, que, en términos reales, les fue ajena, y lo que está fresco son los abusos cometidos por ministros y diputados de antiguos regímenes.
Para los familiares de las víctimas de la guerra las heridas nunca cicatrizaron.