Le conocí hace veintiocho años. Un catorce de febrero precisamente. Desde que nos conocimos nuestra relación ha tenido altibajos, al principio me decía que me quería, que lo nuestro sería más allá de la muerte.
Los primeros años de nuestro noviazgo todo era felicidad. Luego fue cambiando su actitud, se fue volviendo aburrido, insufrible; en algún momento de mi vida le dije que quería superarme y no me dejó. Me dijo que de nada serviría. Tuve que dejarlo durante algunos años, me asfixiaba, me estresaba, luego de veinte años nunca supo entenderme ni yo a él. Desde hace más de dos décadas mi novio me pega, me maltrata, me violenta, ya intenté dejarlo. Cuando me alejé de él para superarme, me pidió que regresáramos, me prometió que todo sería distinto, que sería diferente. Me dijo que aunque pasaran los años nunca conseguiría olvidarme. Me pidió perdón, me convenció, me prometió que no lo volvería a hacer, que no me violentaría nuevamente. Regresamos.
Pronto sus promesas se desvanecieron, comenzó el mismo guion que ya conocía a la perfección:
Se encoleriza.
Me maltrata.
Me pega.
Se le pasa la cólera.
Le reclamo.
Me pide perdón.
Vuelvo a reclamarle.
Me escribe un poema, me canta un romance, me dice que me quiere, me convence.
Lo perdono.
Regresamos.
Pasa algún tiempo.
El ciclo se repite.
En algún momento dudé si continuar o no con mi vida. Me sentía miserable. Pasé algunos años sin verme al espejo, sin preocuparme por cómo me veía. Me bastaba con sus palabras, sus adjetivos calificativos, han sido siempre mi espejo. No sé si tengo amigos, han ido y venido por doquier; a lo mejor es que la mayoría ha sido testigo de mi sufrimiento, han tratado de convencerme de dejarlo sin éxito alguno. Han desistido. Se han marchado. Han dejado de insistir, la mayoría dejó una nota de despedida con la misma frase que me sigue martillando “El que por su gusto muere que lo entierren parado”.
Ya vivo por inercia. Dejé de sentirle gusto a la vida porque mi novio es mi vida. Me basta con él, sin él no soy nada y mi vida no tiene sentido. Ya me sé sus ritmos. Conozco su respiración, su aliento, ya sé cuándo es pausado, cuándo no, ya sé cuándo me regañará, cuándo me sonreirá, cuándo me violentará. Y dependiendo del contexto también sé de qué forma me violentará. Nunca puedo estar cien por ciento seguro de cómo lo hará, pero sí, de que lo hará.
Dice la terapeuta que tengo dependencia emocional, que he desarrollado Síndrome de Estocolmo. Lo amo, pero me pega; lo amo pero no soy feliz a su lado. No sé qué hacer. Me da miedo dejarlo, ¿A dónde iría? ¿Con quién iría? No puedo dejarlo.
Necesito ayuda. Tengo que dejarlo. Un día me matará. Mi novio se llama El Salvador, aunque a veces le digo Sívar para disimular un poco su violencia. Algún día cambiará y dejará de pegarme. No pierdo la esperanza. Mi novio me pega, pero lo amo.