Por Carlos Velis.
No entiendo la frialdad con que han recibido la serie 100 años de soledad de Netflix, si yo veo un espejo en nuestra vida, nuestra historia. Claro que la novela no es la película, es imposible dibujarla en su totalidad. Eso ocurre con todas las obras literarias, pero al ver con ojos abiertos, vemos la realidad de nuestros pueblos. Tal vez será que los espectadores sean ya muy urbanos, muy intelectuales, muy cosmopolitas, para comprender aquel mundo entre la fantasía, la magia y la realidad.
Mi abuela supo que su madre había muerto antes de que llegara el telegrama; mis tías sabían interpretar las señales en las telas que bordaban; y mi abuelo leía las nubes de las cabañuelas y supo que ese año iba a morir.
Eso era el pueblo en que crecí, entre la magia y la realidad. Como un vallenato. “Me contaron los abuelos que hace tiempo”. Mi padre tenía una vida oscura, no lo conocí hasta los siete años. Por qué se fue del país, nunca lo supe, solo oí rumores de que contrabandeó azúcar de Guatemala. ¿Cierto o no cierto? Ya se fueron los que me podrían sacar de la duda.
Está todavía por descubrir la historia de las 14 familias, aquellas que decían que habían hecho pacto con el diablo y que se convertían en caballos o chanchos por las noches. No digo los apellidos por no ofender a algunos que son conocidos.
¿Sabemos la historia del doctor Alfaro, que invadió El Salvador por Acajutla, con los nicaragüenses, para derrocar a Chico Dueñas? ¿Y de una piedra que está en los linderos de cierta propiedad, donde se dice que hay inscripciones de pacto con el maligno? ¿Y de unos murales satánicos que se encontraron en el sótano de cierta mansión? ¿Y las botijas de oro encontradas entre las paredes de casas antiguas?
Entonces, qué nos extraña de 100 años de soledad, que no es más que un gran vallenato.
Que la serie no tiene alma. Bueno, chicos jóvenes, les explico: El alma de una secuencia es la imagen que nos inunda, la semiótica del relato, que habla más que mil palabras: la tormenta que cae en los corredores de la casa solariega, los enormes pies, las patas, del patriarca en el lodo, las miradas furtivas de Amaranta a los sentimientos de Rebeca y Pietro Crespi; Cómo el alma de José Arcadio Buendía se desprende de su cuerpo a la hora de su muerte, abriendo puertas hasta llegar a donde está Prudencio Aguilar, con el perdón y el amor.
Úrsula Iguarán enfrentándose a su nieto, un niño poca cosa que se le subió el poder a la cabeza, comandando otros niños como él. Muchas moralejas podemos aprender de ese episodio. Cómo la esposa de Apolinar Moscote, casi invisible en la novela, hace una fuerte alianza con Úrsula, a pesar de que Arcadio había fusilado a su esposo.
¿Qué nos ha quedado debiendo la primera temporada? Muchas cosas, ya lo hablaremos.