Acá la gente debería haber perdido su capacidad de asombro, pero hay incoherencias y coherencias que lo impiden. Quienes celebraron el magnicidio del beato Romero y glorifican a su responsable, se rasgan las vestiduras por las violaciones de derechos humanos en Venezuela. Quienes condenan al “imperialismo yanqui”, le extienden la mano a esa superpotencia buscando “fondos condicionados”. Quienes reivindican “derrotar a la clase opresora”, le suplican que invierta en el país. Quienes satanizaban la “dolarización”, hoy la bendicen.
Hay otros ejemplos puntuales que pueden volver aún más infernal el entorno donde habitan las mayorías populares. Jaime Martínez, director de la Academia Nacional de Seguridad Pública desde la administración Funes, fue funcionario en una entidad social comprometida con el respeto del Estado de Derecho y desde ahí se opuso a la Ley de amnistía. Luego, en la campaña proselitista del candidato, apoyó su decisión de no complicarse con dicha aberración normativa sin importar el dolor de las víctimas que buscaban verdad, justicia y reparación integral.
Hoy apareció con otra “gracia”. Hace poco dijo a unos policías, al final de un curso especializado, que cuando “se irrespete la legitimidad del Estado” no hay que “estar pensando en que si hay derechos humanos de por medio, que si hay (…) la crítica de la prensa o de los organismos internacionales”. Intentó matizar lo dicho, pero el mensaje quedó flotando en el aire enrarecido de un país donde agentes policiales ‒cinco lustros después de la guerra‒ son señalados por hacer uso desproporcionado de la fuerza y producir víctimas fatales. Son ya varios los casos de falsos enfrentamientos.
Años atrás, Martínez sostenía que la institución tenía el “poder suficiente” para contribuir a democratizar la sociedad; también podía convertirse, aseguraba, “en una amenaza” para su desarrollo democrático. Por ello, era necesario “un equilibrio adecuado entre la eficacia policial y el respeto de los derechos fundamentales de los ciudadanos”.
Demandaba una campaña de publicidad oficial informando a la ciudadanía sobre su derecho a “denunciar las conductas reprochables de los miembros de la PNC, sea ante organismos de control externo o ante los órganos de control de la misma policía”.
Doce años después Martínez asume el discurso y la beligerancia de personajes como Guillermo Gallegos, presidente de la Asamblea Legislativa que financió a una comunidad para comprar armas. La discusión de “altura” en los terrenos de la ineptitud política y gubernamental se centra en establecer si son grupos de autodefensa o de exterminio, distinguiendo entre las “bondades” de unos y las “maldades” de otros. En realidad, son el equivalente actual de los “cuerpos paramilitares” y los “escuadrones de la muerte” de antaño, respectivamente. Y ambos violaron derechos humanos.
Que no extrañe, entonces, enterarse de que un policía mate a balazos a un amigo por una nimiedad en el tránsito terrestre. Tampoco ver escenas como las de un agente golpeando a una mujer, por interceder en favor de un joven a quien varios policías –incluido el salvaje agresor‒ mantenían arrodillado en una calle y humillado en su dignidad.
¿Adónde llevan al país? ¿Al descalabro total? ¿Reconocen que el salvadoreño, a 25 años de la última guerra, es un Estado fracasado y no queda de otra que repetir las torpezas del pasado? ¿Ya no importa el respeto de los derechos humanos, a quienes antes se “rasgaban las vestiduras” contra el llamado “manodurismo” del partido ARENA?
Vamos mal… Elevemos, pues, nuestras plegarias pidiendo al unísono: de la incoherencia de Jaime Martínez y de la coherencia de Guillermo Gallegos, ¡líbranos Señor!