Los sucesos del pasado viernes 12 de mayo acaecidos en la Colonia Montreal de Mejicanos donde cuatro promotoras de salud fueron agredidas sexualmente por pandilleros, son otra lamentable muestra de la saña con que se ejerce la violencia en nuestro país. Aunque la respuesta del Ejecutivo ha sido intensificar los operativos policiales en la zona, sería miope pensar que esa es la solución definitiva al problema.
Hablamos de que las medidas represivas, en cuanto tales, tienen un alcance muy corto si no se desmontan las condiciones que permiten que la violencia exista. Por ello, es necesario reiterar que la violencia hunde sus raíces en una confluencia de desigualdades sociales de clase, raza y género. Ésta última, tiene una repercusión particular porque es la mentalidad patriarcal la que legitima y avala el sometimiento de las mujeres y la valoración de los hombres en tanto ejercen el control.
Si pensamos en qué tipo de masculinidad promueve nuestra sociedad, vemos que por lo general dentro de los hogares y las escuelas los niños aprenden a obtener validación a partir de la puesta en práctica de comportamientos agresivos, de someter a quienes se considera débiles, de la demostración de la fuerza. En suma, de la violencia como único modo de expresión. Aunque este modo de construcción de lo masculino predomina en toda nuestra sociedad, en las pandillas la encontramos de manera exacerbada. El caso de las agresiones sexuales contra las promotoras de salud es terrible porque en el mismo participaron menores de edad, quienes ““al margen de que hayan violado o no a las mujeres como ha puesto en duda recientemente la Fiscalía”“ fueron cómplices de la violencia ejercida contra ellas.
Son niños que han crecido observando y naturalizando la misoginia como única forma de relacionarse no sólo con las mujeres, sino también con los hombres. Pues la misoginia, o el odio a lo femenino, se vuelve el parámetro según el cual se puede asignar la “˜mayor o menor valía”™ de un hombre en tanto éste se aleje o se acerque a la debilidad atribuida arbitrariamente a quienes encarnan la femineidad (sean mujeres, trans, gays, etcétera).
Así, las pandillas se nutren de esta misoginia para incitar violaciones, torturas, homicidios, etc. Pues tales actos se convierten en un medio para demostrar la “˜hombría”™ que se posee y ganar aceptación y poder en las jerarquías en su interior. Por esta razón, las medidas represivas tienen poco alcance porque no subvierten las condiciones que sustentan la violencia, más bien reproducen la cultura patriarcal mediante la apología a la fuerza como panacea a la violencia desbordada.
En conclusión, la violencia en nuestro país existirá mientras las condiciones que la sustentan permanezcan inalteradas. Siendo así, las políticas de prevención deben tomar en cuenta el papel de la crianza y la educación en la construcción de estereotipos de género nocivos para la convivencia social. La tarea es ardua y los resultados no serán inmediatos, pero se trata de deconstruir el modo en que hemos aprendido a ser hombres y mujeres. El camino está abierto para andar en esa dirección.