Por Gabriel Otero
Para Gris, con amor,
un recuerdo de nuestra inmortalidad
Vestido de esmoquin negro en un vocho amarillo
Nadie dimensionó que la boda religiosa estaba programada en un viernes de quincena, el siempre esperado día de pago, caótico per se y peor siendo el inicio del fin de semana, las calles del Distrito Federal se transforman en manicomios por la cantidad de gente y coches y es imprescindible prever medidas emergentes, como salir con dos horas de anticipación a cualquier compromiso. Todos tienen dinero y la urgencia de gastarse el sueldo e inundan bares, antros y restaurantes porque el mañana no existe.
La boda se realizaría a las siete de la noche en la parroquia la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo situada al norte de la ciudad, a tres cuadras de Insurgentes y la fiesta en el otro polo, el sur, en un restaurante de mariscos cercano a la avenida Tasqueña, ambos lugares estaban a una distancia considerable, a cuando menos una hora en tránsito regular.
A 24 horas del rito religioso me quedaba por resolver un detalle de suma importancia, el atuendo. A diferencia del vestido de novia que requiere semanas de confección, a ella le habían tomado medidas e iban paso a paso para concluir en su magnífica y única indumentaria que solo utilizaría una vez. Para un hombre es diferente y debe atenerse a lo que haya: esmoquin, frac, chaqué o traje, este último me lo pondría para el casamiento civil, tampoco quería usar frac con sombrero de copa, y no le encontré sentido comprar un esmoquin, por lo que preferí alquilarlo.
El de la tienda se entercó para que le dejara mi pasaporte y un váucher abierto para cubrir daños, yo ya curtido en el arte de la pelea, no cumplí ninguna de sus ridículas propuestas, eso sí, le dejé mi carné de elector emitido en El Salvador y una cantidad en dólares.
El día de la boda religiosa me levanté temprano para desayunar y relajarme, habíamos acordado con mi suegra que ella pasaría con el rocanrol a las cinco de la tarde para irnos a la iglesia. El rocanrol era todo un personaje, canoso y jorobado, con formación universitaria, de trato agradable que repetía la expresión mexicana “y tú ya sabes el rocanrol y todo” para referirse a enumeraciones imaginarias, tan en boga en los pasillos de la UNAM décadas atrás, se había metido de taxista por el puro gusto de interactuar con sus clientes. Mi suegro la acompañaría a ella, al templo, y los cuñados se encargarían de la logística de la fiesta.
Julián padecía de resaca en la habitación, mi hermano, adicto a los excesos, se puso sentimentalón la noche anterior y nos bebimos otra botella de güisqui, lo dejé dormir toda la mañana hasta que llegara el momento de alistarnos. Fue en vano. Intenté despertarlo y nada. Lo sacudí y fue como estremecer un saco de carne y huesos y tampoco pasó nada. Era un bulto con respiración acompasada que olía a malta escocesa descompuesta. Empezaba a malhumorarme, pronto necesitaría ayuda con la faja del esmoquin y el nudo del corbatín.
Me bañé y me vestí como pude, en lo que más me tardé fue en la pajarita, Julián no regresaba de su viaje al hades, ya eran las cuatro de la tarde, llené un vaso con agua y se lo aventé en la cara, fue la única manera de despertarlo, aún así se volvió a acomodar para dormirse otra vez, ahí lo zarandeé hasta resucitarlo, le dije que se debía acicalar para irnos, de repente se acordó para lo que había venido.
El esmoquin no tenía bolsas ni en el saco, ni el pantalón, ¿cómo carajos no me di cuenta? tuve que meter billetera, pasaporte, un pañuelo y otros documentos en un sobre para lo que se pudiese ofrecer. Antes de las cinco bajamos al lobby del hotel.
Y esperamos, salimos a Tlalpan, pasaron quince minutos y no llegaban por nosotros, de seguro vendrían en camino y más al ver el tráfico en la calle, nadie se movía, a la media hora aún conservaba la calma. Transcurrieron sesenta minutos y ya había razones para preocuparse, resolví tomar el primer taxi que parara, porque esa es otra de las particularidades de los ruleteros chilangos, cuando no van por una dirección no hay nada que los desvíe, el “no voy por ese rumbo” es esa frase críptica y fulminante para cualquier peatón que necesite trasladarse y que no causa ninguna gracia. A las seis y media pudimos abordar un taxi, la escena me pareció chistosa, un tipo vestido en esmoquin negro en un vocho amarillo, le dije al chofer que volara, orden que cumplió en la medida del tránsito.
Los ruleteros capitalinos son especiales, meten velocidad, aceleran, frenan, volantean, van en zigzag, se adelantan en lugares inverosímiles, con lo que no contaba es que a Julián al contemplar el tráfico del Eje Central Lázaro Cárdenas le brotó el desencanto y odio al Distrito Federal, y comenzó a despotricar contra lo que se movía:
─No hombre, pinche lugar culero, yo no sé cómo pueden vivir aquí, ahí los ves hacinados en vecindades y con esa nata gris en el cielo, si por eso yo me fui y por mucho que me paguen yo ya no regreso─ exclamó con amargura.
Eran casi las siete, y el corazón se me salía por los ojos, otro embotellamiento sobre Manuel González, solo veía las luces rojas preventivas como luciérnagas, me urgía llegar, y al fondo escuché al chofer que le respondió:
─ ¿Y usted? ¿es de acá?, yo nací en la Peralvillo y la ciudad tiene sus defectos, y nada más porque el joven necesita llegar sino lo invitaría a una cerveza y a lo mejor decide regresarse─ se carcajeó con una mueca que me ponía más nervioso.
Llegamos a las 7:25 a la iglesia, me bajé corriendo y con la esperanza que ella no se hubiera ido, la vi vestida de novia, me esperaba al final de las gradas, parecía una muñeca viva, me enamoré de ella de nuevo, me abrazó y me dijo que me calmara, ahí estaba el sacerdote quien preguntó si podíamos iniciar.
Y comenzó el rito, Julián me tomó del brazo y caminamos hacia el altar y a los minutos entró ella acompañada de su padre.
Entonces el sacerdote procedió con la liturgia de la boda y nos casamos, ella tenía 22 años y yo 28, ahí emprendimos nuestra vida juntos.
El deber de ser del matrimonio en el Registro Civil
El sábado teníamos cita a las once en el registro civil, legalmente aún no estábamos casados, aunque para las convenciones sociales el matrimonio estaba consumado, son curiosos los efectos narcóticos y alucinógenos de la religión, causantes de percibir espejismos en la realidad, la fe tiene sus trampas, la creencia no implica existencia a no ser en la imaginación.
Llegamos con todo y testigos, dispuestos para la ceremonia civil el paso definitivo para nuestra unión, andábamos ilusionados, preparando el viaje de regreso a San Salvador, por lo que queríamos formalizar el compromiso cuanto antes.
El juez aceleró el proceso, omitió la lectura de la epístola de Melchor Ocampo referida al deber ser del matrimonio decimonónico, firmamos el acta y nos fuimos a desayunar a Sanborns.
Ahí pude ver el único partido completo de todo el mundial de 1994, Suecia le ganó a Bulgaria y obtuvo el tercer lugar.
El Salvador 1994
Viajamos a San Salvador en la madrugada del 17 de julio de 1994, ella y yo llevamos 29 años y nos seguimos conociendo.