Tarjetita sobre la sensiblería, la angustia consumista y el amor de temporada
En su incomparable Diccionario del Diablo (1911), el escritor estadounidense Ambrose Bierce definió la Navidad como “Un día designado y consagrado a la gula, la embriaguez, la sensiblería, el acopio de regalos, el aburrimiento generalizado y la mala conducta hogareña” (Traducción mía). De seguro, la gula, la embriaguez, la sensiblería y el acopio de regalos no necesitan de mayor comentario. Pero quizá el aburrimiento generalizado y la mala conducta hogareña sí. Porque medio mundo juraría que nadie se aburre para Navidad, puesto que es fecha de alegría, gozo y amor pródigo que se recibe y se da por igual, y que, apelando a la misma razón, ninguna persona en sus cabales se comportaría mal en ningún sitio; menos aún en su propia casa. Este es el guion prescrito por las “buenas costumbres”, las “buenas conciencias” y la moral biempensante, tan identificada siempre con sus orígenes cristianos y por lo tanto con la culpa, la expiación y el miedo a todo y a nada. El mundo y los impulsos y pulsiones que lo rigen son, empero, completamente diferentes a este guion. Y es en el mundo en el que fija su enfoque nuestro singular lexicógrafo.
El aburrimiento generalizado es producido por la presión social y el consiguiente forzamiento doloroso con que las muchedumbres acometen la triste tarea de encajar en la camisa de fuerza del guion biempensante y (en los dorados tiempos que corren) en la honda y sublime hipocresía de la corrección política. Porque incluso muchos de quienes odian la Navidad (los Scrooge y los Grinch de todas las tonalidades), optan por recetarse somníferos en la víspera de la fecha para evadir sus doloridos recuerdos de niñez, prefiriendo el mutis por el foro a la posibilidad de desentonar con la sosa bonachonería ambiente. Esto, para no hablar de quienes sí disfrutan la fiesta: esos que sobreactúan el amor al prójimo hasta extremos que les producen la vibrante emoción de llegar a creerse el propio simulacro como si no lo fuera, y de vivir como si en verdad la ocasión los elevara a un milagroso estado de sublime cuanto incomprensible gracia trascendental. Todo, claro, en medio de la gula, la embriaguez, la sensiblería y el infantil acopio de regalos, porque sin todo ello la Navidad sencillamente no sería la Navidad.
En cuanto a la mala conducta hogareña, ésta es el inevitable resultado del clímax del aburrimiento familiar fallidamente sofocado por (de nuevo) la gula, la embriaguez, la sensiblería y el acopio de regalos. En otras palabras, brota triunfal de la amarga contradicción que implica celebrar “pecando” una fiesta cristiana, lo cual lleva a quienes encarnan semejante negación a llegar al colmo de evadir su sinsentido perdiendo del todo la conciencia; no en bares de buena ni de mala muerte, sino en la sacrosanta paz del hogar y en compañía de la inmaculada prole familiar (tanto la del sujeto de la contradicción como la del maestro que dicen que nació en esta fecha). La contradicción de marras es también producto de la imposibilidad ideológica (cultural) de celebrar coherentemente hoy una fiesta hecha para otra época del mundo, distinta a la presente, en la cual (presente) la ética y la moral del sujeto adaptado a sus preceptos nada tienen que ver con la interpretación medieval de la prédica del mencionado maestro. Porque la Navidad, hoy, no es sino una mera circunstancia para poner a prueba la efectividad del mercadeo y la publicidad, así como la precisión de los mecanismos de manipulación corporativa de la conducta de masas y de élites. En otros tiempos, tuvo otro sentido. No mejor ni peor, sino otro. También de manipulación, pero no encaminado a vaciar de humanidad (es decir, de libertad y creatividad) a los seres humanos, sino “sólo” a mantenerlos cohesionados en torno a un poder despótico que, como todos los poderes despóticos, se apropiaba privadamente del producto de su trabajo socializado y de sus sueños individuales. La única diferencia entre entonces y hoy es que, hoy, el sistema necesita no de seres humanos sumisos, sino de genuinos borregos con aspecto humano para alcanzar su utopía de un mundo dividido (otra vez) en amos y esclavos. Tal, el despoblador sueño del obeso, políticamente correcto y ultra-neoliberal Santa Claus.
Por eso, la Navidad es motivo de sufrimiento para quienes la abrazan y para quienes la repudian. Pues todos se ven compelidos a actuarse como lo que no son para encajar (o desencajar) en el cruel guion pre-establecido, cuya esencia contemporánea es el consumo compulsivo pero cuyo envoltorio cultural es el amor al prójimo, según reza el mandato del ya muy mentado maestro. Si esto no es esquizoide, díganme ustedes qué cosa podría serlo.
Yo soy de los que gustan de la Navidad porque mi niñez fue siempre doblemente feliz en estas fechas. Y porque mi percepción crítica de la festividad no me la amarga. Al contrario, me abre la ocasión de comprender al prójimo como a mí mismo (amén), y de reafirmar la hermosa perogrullada de que todos somos iguales (porque somos especie) y que por eso mismo todos merecemos el amor de unos y otros, aunque a menudo también el odio y el desprecio. Por qué no, si somos iguales. Pero, alto ahí. No se trata de que la hipócrita sensiblería biempensante prevalezca incluso en la instancia crítica, sino de que el amor al prójimo deje de ser un simulacro y surja como producto genuino de la sinceridad espontánea (no hay otro tipo de sinceridad). Todo lo cual para nada invalida (sólo eso faltaba) el agudo punto de vista de nuestro lexicógrafo de cabecera en su inspirador Diccionario del Diablo. Ah, el Diablo. Qué sería del buen Dios sin su bendita razón de ser. ¡Feliz Navidad!