La Lindavista

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Ya no vengan para acá, quédense mejor allá*

Llegué al Distrito Federal el 14 de junio de 1980. Tenía 14 años y era la cuarta vez que venía a México, en esta ocasión el viaje no tenía los   matices de visita corta, parecía el exilio aunque no lo fuera. Mi hermana Julieta y Eduardo su esposo nos recogieron en el aeropuerto, culminaban dos semanas de encierro absoluto en San Salvador bajo la vigilancia, bastante desagradable de dos guardaespaldas, no por ellos, sino por la carencia de movilidad y la sensación de peligro. Me habían prohibido hablar por teléfono con mis amigos, a los que veía a diario, no me pude despedir de nadie.

Supongo que habían amenazado a mi familia, no tengo la certeza, no contesté llamadas extrañas ni leí mensajes con advertencias de muerte, pasaron cosas repulsivas en poco tiempo. El país se convulsionaba, en seis meses vivimos una sucesión de horrores que crispaban a cualquiera: delaciones, desapariciones, secuestros, torturas, crímenes  políticos, barricadas, pintas, tomas de rehenes y represión, muchísima represión, terror y sangre. El asesinato de Monseñor Romero en el altar fue el parteaguas. Comenzaba la guerra.

De mi familia, salvo la abuela, mi padre y mi hermano Julián que se quedaron, mi madre y yo fuimos los últimos en salir de El Salvador, todos los demás tenían un tiempo de exilio en el Distrito Federal y mi hermano Mario de estudiar en Monterrey.

Al salir del aeropuerto tuve la sensación que esta ciudad me tragaría vivo, el ancho de las calles me impresionó ¿cómo atravesarlas? Suicidio seguro y un triunfo rimbombante llegar a la otra acera, los automovilistas aceleraban al ver la luz ámbar del semáforo, desde ahí asumí mi carácter de feliz provinciano.

Todo se atisbaba gigante, distinguía a lo lejos las siluetas de los edificios, uno me llamó la atención era un triángulo colosal, un isósceles caprichoso y oscuro, la Torre Insignia o Torre Banobras rodeada de  multifamiliares.

Pasamos por el Monumento a La Raza, la pirámide ubicada sobre una de las avenidas más largas del mundo: Insurgentes, imponente con sus   29 kilómetros de extensión que recorre a la ciudad de norte a sur, esa fue una de mis posteriores expediciones. 

Yo me sentía crisol de Bernal Díaz del Castillo y Alexander Von Humboldt de ver tanta maravilla aglomerada. Al fondo, al norte se erguía la aridez del Cerro del Chiquihuite con su cúspide pletórica de antenas. 

No estaba triste, al contrario, mi adolescencia necesitaba un revulsivo, diez años de educación religiosa colmaban mi hartazgo y la ciudad ofrecía la oportunidad de reinventarse. El anonimato es algo exquisito, en San Salvador la sociedad fisgona, mojigata y clasista no permitía sacarse un moco con libertad en la calle, si uno era visto te criticaban y llamaban a tus padres para inventar cosas con maledicencias, no solo les contaban que me había sustraído la mucosidad, sino que la había embarrado en la pared y dibujado un grafitti subversivo, “Figúrese usted, Niña Lucy no es que me quiera meter en la vida de Gabrielito, pero anda en malos pasos…..”

Justo cavilaba en esas profundidades cuando el taxi arribó a la calle de Quito en la colonia Lindavista, ahí viviría seis años.

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*Letra de la Sonora Janeiro

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.
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