lunes, 15 abril 2024

La Lindavista: Sirvan cerveza y mezcal para los del Tepeyac

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El Colegio del Tepeyac se encontraba en las calles de Coquimbo y Callao a unas diez cuadras de Quito. Lo primero que me imaginé al verlo era la canción Another Brick In The Wall de Pink Floyd por los ladrillos rojos con los que estaban construidas gran parte de sus instalaciones, solo faltaban el logo de los martillos cruzados y algunos Hammerskins para completar el panorama.

Nos recibió un prefecto al que apodaban “El camarón”, él y Juan Cuadros atendían a los aspirantes de nuevo ingreso que debíamos aprobar un examen y además cursar un taller propedéutico. Me dieron el temario, en 15 días presentaría la prueba de admisión.  Compré el Algebra de Baldor y un libro de historia universal cuyo autor no recuerdo y estudié cuatro o cinco horas diarias.

Llegó el día D y….¿para eso aprendí los diez casos de factorización y veinte siglos de historia universal? El examen fue un trámite resuelto en veinte minutos. Superé el obstáculo con creces, reafirmé la certeza que de ahí en adelante estaría entre los mejores de la clase. Luego el propedéutico, con su nombre pretencioso,  servía para conocer los servicios del colegio, autoridades y otros asuntos.

Mi primer día de clases fue el 2 de septiembre de 1980, entré al 303, callado, con una docena de profesores de asignatura que fueron pasando lista, en el Liceo éramos 45 por salón, en el Tepeyac 60. Tenía muchos compañeros españoles buleados por su pronunciación, el seseo de nacimiento es ineludible, pensé que por tragarme las eses y las jotas al hablar me iban a acribillar, como El Salvador era la noticia más bien causó un abundante interrogatorio, incluso de los maestros.

Mi primer amigo resultó ser una joyita, vivía en  Matanzas frente al Deportivo Miguel Alemán, era esquivo, misterioso, todo un enigma, un día ya no llegó al salón, lo habían expulsado. Hace poco me enteré que había llevado una pistola al colegio con la que amenazó a varios, tal parece que se dedicaba a otras cosas redituables.

En el 303 conocí a Cuanalo, a Ahuatzi, a Tinoco, a Montes, a Efrén, a Sixto, a Raúl, a Luisín,  a Huerta, a Flores Parra, al compadre, a Zárate, a Chinchilla de origen salvadoreño, sus papás eran oriundos de Sonsonate y a otros, a muchos, a una gran cantidad de inadaptados que se volvieron entrañables.

El Tepeyac tenía mística y personalidad, los buenos colegios privados fomentan el sentido de pertenencia y competencia académica, además siempre tienen equipos destacados en algún deporte, en el colegio era el fútbol americano con los frailes que jugaban en la liga intermedia y en la cual habían sido campeones repetidamente.

Teníamos a Peña como profesor de deportes, sus exámenes mensuales eran cuarenta minutos de abdominales, lagartijas y otros ejercicios para finalizar con una carrera de cinco vueltas de resistencia con diez participantes en la que solo aprobaban los primeros tres, en las primeras cuatro vueltas trotábamos, la última era a muerte de todos contra todos.

Dentro de las curiosidades estaban las clases de mecanografía, las sufrí porque tuve que cursar tres años en uno, nos ponían unos baberos negros para cubrir el teclado y así utilizar los diez dedos y evitar el llamado “picapollo” de teclear una sola letra. Aprendí bastante bien.

La clase de modelado era un suplicio, mi hermana Julieta afirmaba que yo era un mandrio en la acepción salvadoreña, es decir que todo se me caía de las manos. Tenía razón. En modelado pedían muchas cosas manuales sin utilidad. Nos encargaron como tarea que en una tabla de pino de 30 x 30 le diéramos relieves para escarbar algo semejante a una pirámide, lo intenté, terminé clavándome el formón en una muñeca con el resultado de un sangrerío escandaloso. Esa ha sido una de las tantas veces que me han inyectado contra el tétanos.

Estudié cuatro años en el Tepeyac, las vivencias y anécdotas son muchas, en esa estación vital fuimos a las primeras fiestas, surgieron las primeras novias, las de la cuadra, las que estudiaban en el Colegio Las Rosas y que recogíamos después de clase, amores tímidos de manita sudada que fueron cambiando mientras crecíamos. O los amores con los que íbamos al cine a no ver nunca una película. Amores espléndidos.  

A los 16 años escribí mis primeros versos imitando a los que encontré soterrados en una caja escritos por mi hermano Julián. En su mímesis obvia sonaban bien y decidí seguir experimentando con la palabra. De los talleres a los que asistí en mi vida el primero me lo financió mi hermana Diana con un escritor llamado Octavio Reyes quién publicó la novela Cangrejo, los talleres los ofrecían en un centro cultural ubicado en Coyoacán. Al leer mis versos me recomendó la poesía de Huidobro y de Vallejo y otros intensos y experimentales como Girondo y Juarroz.

Una noche regresando del taller caminaba sobre Sierravista frente a la panadería y me interceptó un carro con cuatro asaltantes, para suerte mía el que se bajó del coche era el más torpe, cuando me amenazó se le cayó la pistola y pude huir como alma que vio al diablo, para evitar que me disparara me fui zigzagueando por la línea de postes de la acera y me pude esconder, con el corazón en la boca, debajo de un carro en una calle aledaña. Hasta ahorita no sé cómo me pude meter en ese espacio tan reducido, con el miedo y la adrenalina se hacen cosas increíbles.

En esos días había tiempo para todo: estudiar, trabajar y divertirse cada vez que se podía. Con la aparición de los juegos de video me volví gamer, un vicioso de las maquinitas con la piel de los nudillos y coyunturas destrozadas por apoyarlas en el tablero y controlar palanca y botones, jugaba horas con una o dos monedas.

En el último año me operaron de las amígdalas, ya estaba grande para una operación de ese tipo, sin embargo, era una intervención quirúrgica de rutina, todo iba perfecto hasta que en la sala de recuperación intentaron despertarme con canciones de Manoella Torres a todo volumen, yo no le hallaba sentido escuchar semejante bazofia y me negaba a abrir los ojos, así pasé horas, Julieta y Eduardo estaban preocupadísimos y la familia en El Salvador aún más, llamaban cada diez minutos para verificar si había alguna novedad. Al final desperté. Ya en la habitación tuve una visión alucinante, imaginé levantarme y ver a treinta o cuarenta doctores discutiendo la disyuntiva si era mejor inducirme a un coma o bien darme de alta al siguiente día. No había nadie en la habitación.

Ya en casa, convaleciente, fruto de la operación padecí de fiebre reumática en un tobillo. La enfermedad me tumbó dos meses y mis amigos Mckay, Huerta, Becerril, Ocampo y Acevedo me visitaban para ver los últimos videos y películas, había gran diferencia de escuchar y ver a Duran Duran con su clip de Girls On Film sin censura a los otros sonidos lamentables con los que me quisieron despertar en el hospital.

Nuestra graduación se acercaba y con ella la añoranza de que no nos volveríamos a ver en un buen rato.

Han pasado 36 años de ese cúmulo de historias compartidas, ya mayores nos causa placer vernos y reencontrarnos en la memoria de los otros, porque vivimos mientras alguien se acuerde de lo que hicimos juntos.

El olvido es lo mismo que la muerte.   

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.
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