sábado, 11 enero 2025

La Lindavista, Quito 907 Interior 4

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La Lindavista era una colonia clase mediera ubicada al norte del Distrito Federal, el edificio tenía el número del 907, era pequeño con ocho departamentos, Julieta, Eduardo y Julieta hija de dos años, recién se habían mudado al 4, el lugar  bastante cómodo con sus tres recámaras alfombradas, piso de parqué y acabados de madera, grandes ventanales y una terraza que daba a la calle y a la que se podía salir de dos alcobas. Cada uno de los departamentos contaba con cuarto de azotea y tendedero privado.

Enfrente estaba la Tlapalería El Gato, a 50 metros del edificio al norte sobre Sierravista, se ubicaba toda la zona comercial con papelerías panaderías, restaurantes, tiendas de abarrotes, taquerías y farmacias esparcidas en una extensión de cinco kilómetros.

En los días previos a nuestra llegada estalló una pipa de gas a diez cuadras de Quito, fue la noticia del momento, pude ver una docena de casas en ruinas por la explosión.

Y mientras me aprendía los recovecos de la colonia, se me hizo costumbre salir a caminar a diario para reconocer la idiosincrasia del lugar, crecía en mí la rebeldía típica del seminiño asustado mirando a la gente (1)  y mi madre con su ternura y paciencia intentaba aplacar esa inconformidad en llamas de la edad.

Me declaré ateo y comunista, diez años de estudiar con maristas es el enema para la mente de cualquier libre pensador, aunque mi meta empezó a ser la de convertirme en piloto aviador, eso nació una tarde que fuimos a recoger al aeropuerto a alguien de la familia cuando vi al Concorde de Air France estacionado, fue amor a primera vista, ahí supe que mi destino estaba por escribirse como comandante de un aeroplano,   decoré las paredes de mi cuarto con carteles de cabinas de avión.

Nunca hay que decirle a los chilangos que tienen una ciudad maravillosa, luego se la creen y se sienten los dueños del mundo,  un miércoles Julieta mamá que ya estaba embarazada de uno de mis sobrinos más queridos, el Bebo, nos llevó al tianguis que se colocaba en los alrededores del Miguel Alemán, parque magnífico con instalaciones deportivas y juegos para niños. En el mercado ambulante conocí las quesadillas y todas sus variantes, incluida la del queso oaxaca que se deshace en hilachas, exquisitez digna de sibaritas.     

El verano de 1980 fue intenso y significativo, yo estudiaba noveno grado en el Liceo Salvadoreño, al venir a México el calendario escolar marcaba el inicio de clases en septiembre, la Lindavista además de tener el aroma de barrio, anhelante y familiar, también era un universo, no se tenía ninguna necesidad de salir de la zona, a menos que se trabajara en otro lugar. Julieta le comentó a mi madre que la educación pública en México tenía buen nivel por lo que buscamos una secundaria cercana. Esa escuela era la República de la URSS, que a mi madre y a mí nos pareció espantosa, huimos asustados después de entrevistarnos con su directora, si hubiese ingresado ahí seguramente el Camarada Gabrielovich sería experto en el manejo de armas blancas. Entonces fuimos al Colegio del Tepeyac. Ingresar ahí me cambió la vida.

Los meses pasaron y mi padre en un viaje relámpago vino por mi madre para regresar a El Salvador. La tristeza que no sentí al dejar al país se me acumulaba cada vez que ellos se iban, su ausencia me desgarraba y emprendía largas caminatas en las que mis ojos se inundaban a gusto, esos momentos de depresión contundente me forjaron el carácter.

Fuimos muy felices en Quito novecientos siete interior cuatro, ahí adquirí todo lo que me ha acompañado a lo largo de mi vida, me transformé en estudioso y dedicado, cinéfilo, melómano, lector ávido y poeta.

Con altibajos pero seguimos en lo mismo con el agregado de cuarenta años de experiencia.

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  1. “Esto no es una elegía” de Silvio Rodríguez

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.
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