A mediados de los años noventa del siglo pasado, en la posguerra literaria, un poeta podía angustiarse si alguien le decía que estaba bajo la influencia de Roque Dalton. Hace pocos años, ya en este siglo, un modesto poeta que anda por ahí me confesó que le había costado superar la influencia de Roque.
A principios del siglo actual, cualquier bichito con un par de poemas en los bolsillos sacaba pecho y miraba por encima a Roque y a todos los roqueanos. Y es que los roqueanos (que por cierto nadie sabe a ciencia cierta quiénes eran ni dónde se reunían ni qué cosas publicaban) se habían puesto de acuerdo para frenar el cambio literario en nuestro país.
Ciertos jóvenes, haciendo gala de ponderación crítica, concedían que la lírica amorosa del poeta era salvable, etcétera, etcétera. Hasta los críticos doctos y maduros lamentaban la decepcionante sencillez panfletaria de Poemas Clandestinos.
En fin, qué les voy a contar, que ustedes no sepan. Lo chistoso de todo este asunto es que casi nadie se había puesto a investigar el alcance y la naturaleza de aquella influencia con textos en la mano y con un lenguaje crítico depurado y bien organizado. La gran influencia de Dalton, no demostrada con rigor, formaba parte de un mito que pusieron en circulación quienes paradójicamente pretendían desmitificar al poeta.
De ahí que esa presunta gran influencia juzgada negativamente haya sido una especie de enfermedad imaginaria. Al contrario, lo que hay que lamentar es que los planteamientos literarios más complejos de Dalton apenas hayan tenido lectores inteligentes entre los poetas salvadoreños de los últimos treinta años.
Y si esas lecturas eran las únicas que podían capitalizar lo mejor del legado que dejó el poeta, al ser estas tan pocas, solo cabe decir que nuestra lírica todavía no ha hecho una recepción profunda y fértil de la poesía daltoniana. Hemos hablado mucho sobre él en el territorio de la leyenda, pero, en el plano crítico que atañe más a la creación literaria, las posibilidades iluminadoras de su mejor palabra son todavía un asunto pendiente.
Y no hablo de imitarlo sino que de leerlo con madurez, sin las anteojeras y prejuicios de la posguerra. Su ironía, su desparpajo, su falta de solemnidad, la amplitud de su mirada y sus atrevimientos formales no son algo que ahora sobre en nuestra poesía.