"¿Tengo algo que perder? // ¡No puedo perder! (Héroes del Silencio, ‘Flor de Loto’)"
El fracaso y el éxito, como la mayoría de protovalores, son premiados o penados socialmente a partir de construcciones culturales de premio y castigo. Sin embargo, el fracaso en sí no significa el detrimento de la condición del individuo, sino que también puede funcionar como fulminante para el renuevo o mejora de alternativas. Las crisis, en otras palabras, generan una buena oportunidad para la evolución.
Y no, no busco cansar con visiones motivacionales basadas en perspectivas individualistas y ‘psicomagia´ que perpetúan la inmovilidad o la ilusión de que tenemos siempre la razón y quien se equivoca es el resto del mundo. Forzar soluciones sin tener la versatilidad de un plan ajustable no es perseverar, es solo resistencia al cambio.
La política nacional está llena de ejemplos sobre el tema (negativos los más). Estrategias, planes de trabajo y visiones ideológicas no son irrefutables.
La función del fracaso dentro de las narrativas universales se convierte en pieza fundamental para la evolución de los héroes, en la medida en que les exige mantener una actitud propositiva y atenta al desarrollo de sus planes.
Sin embargo, en la vida cotidiana, el fracaso es visto como un estigma y la sociedad aconseja abandonar. Esta actitud castrante podría explicar el porqué del desinterés de la población en la política, educación y otros temas en el país, ya que el éxito con frecuencia se mide únicamente en solvencia económica y la admiración de otras personas.
A pesar de ello, el fracaso influye más en la construcción de la identidad que el éxito. La sociedad espera que no te equivoques, las familias esperan éxitos y en muchos casos su apoyo está supeditado a este. Romper con las expectativas a menudo desata traumas, frustraciones y sensaciones que se arraigan en nuestra psique.
¿Qué sucede cuando los grandes mitos desaparecen? ¿Qué pasa cuando las voces más cuerdas terminan sepultadas por los gritos y vitoreo del populismo y el fanatismo?
El fracaso de los partidos políticos tradicionales es solo la parte más evidente del problema de la democracia salvadoreña: fracasó el sistema de representación popular en el país. La clase política fracasó y terminó consumida por su propio discurso soberbio. Fracasó también la población al no contar con representantes que defiendan sus intereses.
Hoy es necesario desembarazarnos del fanatismo y optar por una actitud crítica hacia el trabajo del Estado en general. No espere que el Gobierno solucione todos sus problemas, aunque ciertamente, tienen un alto grado de responsabilidad de hacerlo, pero eso no debería ser excusa para la pasividad popular. Que el fracaso del sistema no signifique el fin para la población, sino que este sea la excusa perfecta para su reconstrucción y el renuevo de valores.