A partir del 1º de julio 1967, a Julio Rivera le había sucedido en la presidencia el general Fidel Sánchez Hernández (1967-1972). Su llegada al poder había sido, como siempre, por dedazo del presidente saliente; y en este caso, tampoco Rivera había sido la excepción para designarlo, entre siete precandidatos que el PCN había escogido.
A Sánchez Hernández le tocó heredar de su antecesor la papa caliente del conflicto fronterizo entre El Salvador y Honduras que, a esas alturas, presagiaba guerra inevitable. Y como las relaciones sociales, comerciales y políticas eran cada vez más tensas, y la solución política se volvía imposible, se pasó al campo militar y ambos gobiernos, no los pueblos, escogieron el lenguaje de las armas. Sánchez Hernández ante las tensas relaciones entre ambos gobiernos, el 15 julio de 1969 le declaró la guerra a Honduras.
Como ciudadano y como periodista siempre cuestioné la guerra entre El Salvador y Honduras, por innecesaria, inhumana y fratricida. La decisión de dos gobiernos, no significaba nunca el deseo de dos pueblos hermanos. Intereses políticos relacionados con el Mercado Común Centroamericano, la tenencia de la tierra y la existencia de muchos salvadoreños en territorio hondureño eran, entre otros factores, los que provocaban inquietud e ira constante en el gobierno de Oswaldo López Arellano. De igual manera, el gobierno salvadoreño de Fidel Sánchez Hernández, estaría a la expectativa ante el estira y encoge de las relaciones entre ambos gobiernos…
Como antecedente, en junio de 1965, como periodista de YSU Radiocadena viajé a Marcala, Honduras, para cubrir la entrevista entre los presidentes Julio Adalberto Rivera, de El Salvador, y Oswaldo López Arellano, de Honduras, ambos en un intento, decían los voceros de ambos gobiernos, de estrechar lazos fraternos entre ambos países; pero, sobre todo, evidenciar al mundo que tal fraternidad era consistente.
Firmada en aquella ocasión la Declaración de Marcala, los vientos de guerra entre ambos países por cuestiones limítrofes, parecían desvanecidos; más bien, todo hacía suponer un intento hacia arreglos pacíficos. Quizás nadie se detuvo a pensar entonces que tal acuerdo era, sin duda, un intento de ocultar los síntomas de la grave crisis social, política y militar que se avecinaba.
Desde hacía buen tiempo, las relaciones entre ambos gobiernos se habían vuelto tensas, debido principalmente a cuestiones limítrofes, aunque en el fondo había también otros factores relacionados con la tenencia de la tierra en Honduras y con la gran cantidad de salvadoreños inmigrantes, que habían logrado establecer, algunas empresas y otras prósperas actividades que les permitían vivir honesta y cómodamente.
Desde a mediados del Siglo XX los salvadoreños habían trabajado duro en Honduras y, hasta aquellas alturas de 1969, aproximadamente 300 mil vivían ilegalmente y algunos hasta eran dueños de pequeñas propiedades agrícolas. Esa condición de buenos entes productivos hizo de los salvadoreños el blanco perfecto para obligarles a su repatriación. Pero, fue violenta. Se calcula que para mediados de julio de 1969, más de 100 mil compatriotas habían sido expulsados por la Mancha Brava, una fuerte organización paramilitar perseguidora y torturadora de civiles, especialmente opositores o desafectos al régimen.
En cuanto al inicio de las hostilidades, mi participación fue intensa y extensa. Desde las primeras horas del conflicto los sucesos propios de una guerra no se hicieron esperar: bombardeos a lugares estratégicos de ambos países, como el aeropuerto de Toncontín en Tegucigalpa, Honduras, por los salvadoreños; y la refinería de Acajutla en El Salvador por los hondureños, mientras el ejército salvadoreño avanzaba y tomaba posición y posesión de localidades importantes de la franja sur del territorio hondureño. De occidente a oriente, en pocas horas estaban tomadas ciudades como Nueva Ocotepeque, Aramecina, Alianza, Choluteca y Nacaome, entre otras.
Pero luego, 100 horas después de iniciado el conflicto, se dio el cese al fuego ordenado por intervención de la Organización de Estados Americanos (OEA) el 18 de julio, seguido del proceso de desmovilización y devolución a Honduras de las poblaciones que habían sido tomadas por el ejército salvadoreño.
Importante y necesario es reafirmar que el conflicto entre El Salvador y Honduras, nunca fue “guerra del fútbol”, como desacertada y maliciosamente la llamaron sectores interesados, en alusión a la reñida competencia futbolera entre ambos países, previa al Campeonato Mundial de Fútbol 1970. En los dos años anteriores a 1969, la fiebre del fútbol estaba en todos los rincones de El Salvador. Las eliminatorias de la Región estaban por definir el ganador entre los finalistas El Salvador, Honduras y Haití. Antes de que se desatara el conflicto el 15 de julio, los seleccionados de El Salvador y Honduras habían dirimido sus capacidades.
Quizás el tiempo contribuya a olvidar estas acciones del pasado y que un día, para bien de los dos países, el pueblo salvadoreño pueda decir a las guerras ¡nunca más!