En los últimos días el Gobierno nos muestra un Estado violento, feroz y hambriento de buscar a todo “sospechoso”, sí sospecho. En pleno siglo XXI el Estado salvadoreño mira con ojos sigilosos aquellos ciudadanos que no tengan ciertos prototipos de vestimenta o “apropiada”.
La administración jerárquica del poder se sale de regulación por la búsqueda del orden en la sociedad, una búsqueda tan irracional de parte del Estado que, durante sus tareas de “prevención de violencia” hace en su esplendor la coacción como uso.
En este punto un Estado que se muestra como bestia hambrienta, es síntoma del debilitamiento como institución en propuesta e implementación de políticas de prevención de violencia.
Los medios coercitivos están siendo elementos de “demanda” de los problemas sociales, pero equívocamente son combatidos con un choque homogéneo de violencia. Dichos medios no son de intimidación a los grupos antisociales al contario, son el elemento de provocación a la desobediencia de éstos grupos contra el ente administrativo de la fuerza física. Por ende, al ser una coacción momentaria profundiza la destrucción del tejido social, y vuelve más vulnerable a aquel que ya está dañado.
El equilibrio de fuerza es irreconocible, ya que la institucionalidad delega legitimidad un uso irracional y al existir abuso de poder, se justifica que dicho uso llevaría nuevamente al control social, pero contamos con una historia de violencia institucionalizada, donde el Estado fue el autor de una insaciable intimidación sistematizada hacia los ciudadanos.
Luego de los Acuerdos de Paz el Estado dejó de ser una influencia autoritaria, por el hecho de retornar a los cuarteles a los miembros del ejército que estuvieron presentes en las calles por mucho tiempo, pero con indiferencia total al tejido social.
El uso de violencia física había estado solamente inmovilizado, se estaba domesticando nada más puesto que, al no tener políticas de inclusión, recurre a la coacción contra las mismas victimas producto de la estructura económica.
Instituciones de educación media y actualmente de educación superior con el despliegue de la “Fuerza de Tarea Vulcano” son intimidadas por la coerción, hechos que eran visibles en los años del conflicto armado, que para las nuevas generaciones es algo que llega de shock. Preocupante, dado que el Estado trata de imponer su autoridad en áreas donde él mismo dice invertir y ser la solución de las problemáticas sociales. Una gran paradoja.
Si el Estado desea al menos mantener las aguas mansas del control sin llegar a la convulsión social, urge la inversión privada para que los individuos puedan ser productivos. La fiscalización del uso de la fuerza está vulnerable, dado que está frágil el Estado en cuanto al control territorial y la espontaneidad autoritaria del poder, y éste como factor de continuidad hacia los ciudadanos.
El modelo económico en El Salvador es violento dado que se introdujo en un periodo de guerra civil, y el Estado dejó germinar la violencia estructural; la institución que fue artífice de las violaciones de Derechos Humanos más graves en el país ahora está siendo participe nuevamente de la contraloría social. Las desigualdades no se combaten con miembros de la fuerza armada, mucho menos con vehículos militares.
El Estado es -o puede ser- un instrumento de realización de satisfacción, es la entelequia del servicio universal, pero por ahora lo único que hace el Gobierno actual es maquillar los errores estructurales que, si bien no son actuales, pero toma una esponja blender y empieza hacer lo más mediocre que hacen los Gobiernos… retocar.