NUEVA YORK – Los observadores de las relaciones entre Estados Unidos y China hablan cada vez más de una nueva guerra fría. Además de estar inmersos en una guerra comercial de larga data, los dos países ahora se encuentran en un ciclo destructivo de sanciones mutuas, cierres consulares y discursos oficiales cada vez más belicosos. Se están llevando a cabo esfuerzos destinados a desacoplar la economía de Estados Unidos de la de China mientras aumentan las tensiones tanto en el Mar de China Meridional como en el Estrecho de Taiwán.
Una guerra fría entre Estados Unidos y China dejaría a ambos países y al mundo en una posición mucho peor. Sería peligrosa y costosa –sobre todo, porque impediría una cooperación necesaria en un conjunto de cuestiones regionales y globales.
La buena noticia es que un desenlace de este tipo no es inevitable. La mala noticia es que las posibilidades de una segunda guerra fría son mucho más altas hoy que hace apenas unos meses. Peor aún, las posibilidades de una guerra real, que resulte de un incidente que involucre a los ejércitos de los países, también son mayores.
¿Qué está aconteciendo? Algunos dicen que una confrontación sino-norteamericana es inevitable, como resultado de la fricción actual entre una potencia establecida y una potencia creciente. Pero esto pasa por alto los diversos episodios en la historia en que este tipo de desplazamientos del poder no resultaron en una guerra. Para bien y para mal, en la historia hay pocas cosas que son inevitables.
Una evaluación más seria de cómo llegamos aquí empieza con China. En los últimos años, y cada vez más en los últimos meses, el gobierno chino ha abrazado un camino más enérgico en el país y en el exterior. Esto se refleja en las medidas firmes tomadas por China en Hong Kong con su implementación de una nueva ley severa de seguridad nacional; el trato inhumano hacia su minoría uigur musulmana; los enfrentamientos a lo largo de su frontera inestable con la India; el hundimiento de un buque vietnamita en el disputado Mar de China Meridional; y los despliegues regulares de fuerza militar cerca de Taiwán y de las Islas Senkaku, que tanto China como Japón reclaman como propias.
Esto ha generado una desilusión profunda con China en Estados Unidos, agravando las tensiones subyacentes que surgen del consistente robo por parte de China de propiedad intelectual norteamericana, de prácticas comerciales a las que muchos culpan por la desaparición de empleos industriales en Estados Unidos, de un fortalecimiento militar concertado y de una creciente represión en el país. Las esperanzas de que la integración en la economía global traería aparejada una China más abierta y cumplidora de las reglas no se han materializado.
¿Por qué ahora China se está volviendo cada vez más enérgica? Podría ser que el presidente Xi Jinping vea la oportunidad de fomentar los intereses chinos mientras Estados Unidos está preocupado con la crisis del COVID-19. O podría ser una consecuencia del deseo de China de distraer la atención doméstica de su mal manejo inicial del virus y la desaceleración económica exacerbada por la pandemia. No sería la primera vez que un gobierno virara hacia el nacionalismo para cambiar la conversación política.
Una tercera explicación es la más preocupante. En esta interpretación, el comportamiento reciente de China no es tan oportunista o cínico como sí representativo de una nueva era de política exterior china –una política que refleja la fuerza y ambiciones crecientes del país-. Si éste es el caso, refuerza la visión de que una guerra fría o algo peor podría materializarse.
Por supuesto, todo esto tiene lugar durante una campaña electoral estadounidense, y la administración del presidente Donald Trump busca culpar a otros por su propio manejo inepto de la pandemia. Sin duda, la responsabilidad de China no es menor, ya que inicialmente ocultó información sobre el brote, fue lenta en su respuesta y no cooperó tanto como debería haber cooperado con la Organización Mundial de la Salud y otros. Pero no se puede culpar a China por testeos y rastreos de contactos deficientes en Estados Unidos, mucho menos por el hecho de que Trump no aceptara la ciencia y no obedeciera los mandatos de distanciamiento social y uso de mascarillas.
Pero sería un error atribuir las opiniones cambiantes que tiene Estados Unidos de China principalmente a la política doméstica norteamericana. Una política más dura hacia China perdurará no importa quién gane la inminente elección presidencial. Por cierto, la política estadounidense hacia China podría volverse inclusive más esencial en una presidencia de Joe Biden, cuyo gobierno estaría menos preocupado por negociar acuerdos comerciales estrechos y más focalizado en abordar otros aspectos problemáticos del comportamiento chino.
En el corto plazo, ambas partes deberían garantizar que las comunicaciones de las crisis sean correctas, para poder responder rápidamente ante un incidente militar y mantenerlo acotado. En términos más positivos, los dos gobiernos podrían encontrar un terreno común poniendo cualquier vacuna contra el COVID-19 a disposición de otros, ayudando a países más pobres a manejar la crisis económica de la pandemia, o ambas cosas.
Después de la elección estadounidense, los dos gobiernos deberían dar inicio a un diálogo estratégico tranquilo para desarrollar reglas para la relación bilateral. Estados Unidos tendrá que abandonar las esperanzas poco realistas de poder impulsar un cambio de régimen en China y concentrarse, en cambio, en moldear el comportamiento externo de China. China tendrá que aceptar que hay límites respecto de lo que Estados Unidos y sus aliados tolerarán frente a actos unilaterales que busquen alterar el status quo en el Mar de China Meridional, Taiwán o con las Islas Senkaku.
A la larga, lo mejor que podemos anhelar es una relación entre Estados Unidos y China de competencia controlada, lo que evitaría un conflicto y permitiría una cooperación limitada cuando beneficia a ambos países. Esto tal vez no parezca mucho, pero es bastante ambicioso considerando cómo están las cosas hoy y hacia dónde se encaminan.
Richard Haass es presidente del Consejo de Relaciones Exteriores y autor, más recientemente, de The World: A Brief Introduction (Penguin Random House, 2020).
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