lunes, 15 abril 2024

Gritando en Washington, D. C. y Metro Station

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El escritor y ex diplomático salvadoreño dice sobre estos escritos: Son testimoniales, es lo que veo y escucho en Washington DC; me activa sentimientos que en El Salvador jamás podría tener. Testimonio lo que vivo pero me valgo de la ficción para suavizar la realidad, pues esta última muchas veces supera -tristemente- la ficción

Gritando en Washington,  D. C.

Camino por las calles de Washington D. C., con la prisa que imponen las grandes ciudades. En cada esquina nos damos cita los buscadores de algún lugar de llegada; allí los agitados cuerpos corren contra la velocidad del reloj. Basta caminar cada mañana por la Connecticut Avenue y la I Street o cualquier otra que tenga Metro Station, para admirarse de cómo emergen de las entrañas de la tierra esos borbollones de gentes, esas corrientes de humanos saliendo angustiados con la incertidumbre de los tiempos nuevos. Caminamos con la volatilidad del mañana y con la pesadez del presente. Sí, allí estamos en ese absurdo ir y venir, con rostros siempre ajenos.

Cada día miles pisamos las mismas aceras y en silenciosa competencia queremos llegar triunfantes hacia la otra esquina, ganarle al próximo semáforo, enseñorearnos con los conductores que en sumisa reverencia deben permitir el paso del gran cuerpo humano que va y viene de norte a sur o atravesando el este y oeste. Este rutinario y mecánico ir y venir se altera cuando escuchamos el ulular de las sirenas de ambulancias médicas, policías o bomberos. Sus estridentes sonidos nos desconciertan e instintivamente buscamos el rumbo que traen o llevan las escandalosas portadoras. Vienen aquí, van allá, están allí y siempre son tan vencedoras, nada se mueve mientras ellas pasan. Llevan prisa, llevan urgente llamado de muerte o dolor. Son alarmantes y penetrantes esas sirenas y al poseerme hacen que en mi interior se disparen cañones y estallen batallas imaginarias, y un grito de angustia y abandono explota en mi interior.

Mi ofuscado espíritu en ese momento grita estentóreamente, corre tras los carruajes y se une al de las sirenas y dejo de ser el humano-anónimo y me convierto en el humano-sirena. Yo no sé qué me pasa, pero esta opresión interna me empuja a incluirme en la crisis momentánea que imponen los lamentos de esas sirenas. Estoy hasta el fondo de excitado y desesperado por gritar con toda mi alma en un sórdido aullido: ¡Puta! ¡Presidente! ¡Atómico!. Quizá lo importante sea gritar con libertad como lo hace la sirena con deseo evidente de que la escuchen. Ese es mi grito: una sirena que anuncia al mundo humano su inminente colapso existencial.


 


Metro Station

La música instrumental que día a día… No, así no debo comenzar la descripción de la sensación que provoca escuchar cada mañana al solitario que está interpretando inconclusas melodías en la Metro Station Farragut  North, en la Ciudad de Washington D. C.

Aun cuando desde el otoño lo he venido advirtiendo, es hasta hoy, en el presente invierno, que su música parece más penetrante en mi inquieta conciencia. Quizá porque al iniciar el ascenso por las escaleras a la esquina formada por la Connecticut Avenue y la K  Street, dicha música es la premonición del intenso y lacerante frío que me dan los buenos días al asomar el rostro al nivel donde corre el viento en las calles de esta agitada y excéntrica ciudad.

El clima obliga a estar y caminar suficientemente abrigado para conservar la tibieza corporal que, durante la noche y temprano en la mañana, se adquiere en el lugar donde se habita; es una esperanza conservar dicho calor durante el día en que obligadamente se debe coexistir en esta ciudad. La fracción de música que nítidamente se escucha desde el primer escalón de la muy necesaria escalera eléctrica es recibida y transmitida al somnoliento y tibio subconsciente que todos llevamos protegido por varios kilos de ropa. Andar en estos lugares sin la vestimenta especial de invierno daría lugar a que el mismo subconsciente —que está sumido en la oscuridad de nuestras vidas o quién sabe si él mismo constituye esa oscuridad— despierte y ande a flor de piel.

Decía que la melodía es armónicamente triste y solitaria, y hay una sensación de estar emergiendo de un oscuro túnel existencial cuando se va ascendiendo poco a poco hacia la calle, a la luz y hacia la masificación del vivir, teniendo como fondo musical las notas de un saxofón o violín, según sea el artista de turno que nos recibe con su arte, con su hambre y con su propio frío. Estos son los buenos días que cada mañana recibo al llegar a  Washington D. C., la capital, que en gran medida determina hacia dónde camina la maquinaria mundial. Al mirarlos, no cabe duda que sean sujetos que viven al margen de la prisa de los largos túneles en las entrañas de la tierra.

Según las culpas de cada uno de nosotros, de esa masa móvil de humanos, así será el dinero que recibe el depósito del instrumento puesto en el piso y a los pies del inevitable artista. Pues si nos sentimos culpables de la miseria humana, es usual que echando dinero a los pies del artista (que  en este caso es una acción de mendicidad, sofisticada o disfrazada si se quiere, pero siempre mendicidad) creemos que con esto estamos calmando el hambre y abrigo de un hombre -incluso un día fue una mujer violinista-.

Llegamos a pensar, para expiar nuestro sentimiento de culpa, que con esto hemos hecho una buena obra y que somos hombres o mujeres buenos y que todo el mal que sucede en el mundo no tiene nada que ver con nosotros, y que esa entrega de dinero ha redimido nuestra falta de atención o participación en los esfuerzos por darle sentido al rumbo de la humanidad.

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Grego Pineda
Grego Pineda
Escritor de la diáspora salvadoreña en EE. UU, Magíster en Literatura Hispanoamericana, columnista y colaborador de ContraPunto
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