Katya Miranda nació el 13 de marzo de 1990, días antes de que naciera otra criatura: la esperanza de vivir en un El Salvador distinto al que, entonces, era escenario de una prolongada guerra entre los ejércitos gubernamental e insurgente. Efectivamente, en Ginebra, el 4 de abril de 1990 sus representantes firmaron el primero de seis acuerdos para terminar ‒mediante la negociación‒ su enfrentamiento armado; así, se comprometieron a pacificar el país mediante su democratización, el respeto irrestricto de los derechos humanos y la “reunificación” de la sociedad.
Pero de las dos recién nacidas, ninguna alcanzó a cumplir una década de existencia. Katya fue violada y asesinada el 4 de abril de 1990, exactamente nueve años después de suscrito el mencionado pacto; la esperanza de una paz publicitada inicial y desmesuradamente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), desde mi perspectiva murió el 20 de marzo de 1993 cuando blindaron con la amnistía a quienes violaron derechos humanos antes y durante el conflicto bélico.
Esa lamentable aberración, significó la renuncia del Estado salvadoreño a cumplir sus obligaciones nacionales e internacionales en la materia. Que la extinta guerrilla convertida en partido político no tenía representación parlamentaria y no votó la aprobación de dicha ley, no es excusa para evadir responsabilidades; a estas alturas, resulta claro que su dirigencia soñaba con administrar la “finca” aun sabiendo que nunca llegaría pertenecerle. Por eso, solo del “diente al labio” pidieron en algunas ocasiones ‒estando en la Asamblea Legislativa‒ la derogatoria de esa nefasta normativa.
En realidad, sus integrantes querían protegerse para no ser juzgados y condenados junto con los del otro lado. Por eso no reclamaron ni exigieron cumplir algo esencial a lo que se comprometieron ambas partes en Chapultepec, cuando finalizaron su guerra el 16 de enero de 1992: superar la impunidad, llevando ante la justicia a los perpetradores de las atrocidades ‒sin importar el bando al que pertenecieron‒ para que esta funcionara investigándolos y sancionándolos.
Eso acordaron, pero… ¡no cumplieron! No honraron su palabra y por sus mezquinos intereses electoreros atrofiaron aún más el sistema judicial interno y despreciaron los sistemas internacionales de derechos humanos. Días después de aprobada, cuando todavía podía vetar la amnistía, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos le “llamó la atención” al presidente Alfredo Cristiani y ‒en febrero de 1994‒ publicó un informe de país en el cual censuró dicha ley. En julio de 1997, el secretario general de la ONU ‒Kofi Annan‒ dijo: “La celeridad con que esta ley se aprobó en la Asamblea Legislativa puso de manifiesto la falta de voluntad política de investigar y llegar a la verdad mediante medidas judiciales y castigar a los culpables”.
Parafraseando a Neruda, por tantos muertos de uno y otro lado ‒o de ninguno‒ se pidió y se pide castigo. También para los que de sangre salpicaron la patria y los verdugos que mandaron esa mortandad, para los traidores que ascendieron sobre el crimen, para quienes dieron las ordenes de agonía y para los que defendieron esos crímenes… Que no nos den la mano empapada con sangre. No los queremos de embajadores ni en su casa tranquilos; los queremos ver juzgados en esta plaza llamada El Salvador.
Pero, teniendo “la sartén por el mango”, los mayores responsables de los crímenes más atroces ‒quienes los ordenaron‒ se arroparon con la amnistía y se “hermanaron” los antiguos enemigos. Por eso está el país como está: secuestrado por políticos facinerosos coludidos con la corrupción y otras prácticas delincuenciales, siempre bañado en sangre y marcado por el dolor, viendo morir o huir a su juventud en situación de extrema vulnerabilidad y con la esperanza por los suelos después de tantos cantos de sirena mal entonados, elección tras elección en la posguerra. Pero las viejas, feas y desgastadas sílfides comienzan a ser sustituidas y se escuchan nuevas cantaletas… ¡Ojo y oído atentos!
El Acuerdo de Ginebra y la muerte cruel de Katya cumplieron ‒este 4 de abril‒ veintiocho y diecinueve años, respectivamente. A propósito, alguien me preguntó por qué no se había impartido justicia en el caso de ella. Sencillo pero indignante: porque la impunidad se entronizó para favorecer a criminales de “altos vuelos” y el camino hacia el Estado de derecho se torció. ¿Cuántos niños y niñas masacraron en El Mozote? ¿400, 500 o más? ¿Cuántos de sus verdugos han sido castigados? ¡Ninguno! Pero declarada inconstitucional la amnistía, se puede retomar ese camino para que ‒interpretando a Montesquieu‒ la justicia en el país sea como la muerte: sin excepciones.