O de cómo la histeria ataca a ciertas criaturas de la selva.
Había una vez en la espesura de la jungla un gracioso monito que se jactaba de tener pétreos principios de izquierda. Aunque nunca arriesgó nada por sus amadas masas populares, siempre afirmó ser fiel a una radical opción por los pobres, la cual vociferaba exaltando a los teóricos de la revolución socialista y a los mártires del proletariado.
A pesar de que las condiciones históricas habían dejado atrás la posibilidad de instaurar el socialismo, haciendo con ello impráctico su férvido discurso, no se propuso nunca luchar por crear las circunstancias necesarias para que la opción socialista volviera a surgir en un futuro no lejano. Al contrario, él quería socialismo aquí y ahora porque ese era su inamovible principio. Y condenaba como traidor cualquier esfuerzo por agudizar las contradicciones del sistema promoviendo su propio ideario, a fin de evidenciar que el mismo es falaz, ya que si de veras se cumpliera y desarrollara desembocaría en alguna forma de socialismo. Porque, piensen, si se llevara a sus últimas consecuencias la lucha por la igualdad de oportunidades, la libre competencia y el control de monopolios, eso daría al traste con el sistema mismo. No sin antes, claro, verlo patalear violento ante tal posibilidad. ¿Y quién enfrentaría ese pataleo? Pues las fuerzas que durante la lucha por llevar al extremo ese ideario de fachada se hubieran concientizado sobre que el sistema tiene límites y que éstos son estirados artificialmente por medio de la manipulación mediática de los corazones y las mentes de los individuos, como ocurre con las criaturas de la selva hoy, dedicadas con disciplina a divertirse mientras su mundo se desmorona a pedazos.
El monito principista rechazaba esta opción siquiera como respetable. Se aferraba a su tiesa normativa de temeroso revolucionario de salón, y era víctima de severos ataques de histeria cuando se enteraba de que había otras criaturas en la selva a las que luchar dentro del sistema por llevar al límite su falaz ideario, les parecía un buen modo de rescatar a la izquierda local de su fétido sopor acomodado y oportunista.
Los ataques de histeria lo minaron tanto que varias veces hubo que sacarlo del aula en que daba clases para llevarlo a la enfermería convulsionando, echando espuma por el hociquito y gritando “¡El ideólogo de la izquierda soy yo ―y yo― y nadie más que yo!” con rico frenesí de añejo chachachá. Los medicamentos que le daban lo mantenían controlado por un tiempo, pero tarde o temprano volvía a perder la cordura y pataleaba, aullaba, se jalaba el pelo y se revolcaba trabando los ojos como si estuviera en éxtasis.
El psicólogo del dispensario le dijo que su conflicto consistía en que no aceptaba y mucho menos asumía que era un cobarde que compensaba sus miedos con estridencias ideológicas y “teóricas”, y que sólo hallaría paz cuando admitiera este sencillo hecho, el cual por lo demás no era motivo de pena ni vergüenza. Al oír esto se abalanzó sobre el terapeuta para morderlo, pero su histeria exhibicionista pudo más y optó por tirarse al suelo y realizar su conocido y convulsionado ritual, profiriendo groserías como si fuera presa de una posesión satánica.
Monitos principistas hay muchos. Por suerte, el que nos ocupa ya empezó a ser tratado por un exorcista del Vaticano quien se esmera en evitar que levite hasta el techo y que la cabeza le dé más vueltas de lo que a su afiebrado cerebro buenamente le conviene.