Por Álvaro Rivera Larios
Ahora extraño la ironía del poeta,
esa forma suya de colocar la burla
en plena llaga. Y no por nostalgia,
sino porque hace falta en estas horas
tan grandes, pero tan enanas
en que nuestra vida ya levantó
un nuevo circo donde siguen
dominando serios los payasos.
Seguimos acumulando materiales
desde hace cuarenta años
para una segunda parte
de Las historias prohibidas del pulgarcito,
pero ¿Quién podría reducir
a sus debidas proporciones tantos hechos,
si su gravedad sepulta nuestra risa?
La burla en la diana, la risa bien dicha,
nos liberan de ese mármol
que impide ver el tamaño
de ciertas gestas y ciertos gestos.
Para ver, quizás, hace falta la carcajada
¿Acaso no es el carnaval
una subversión de las jerarquías del mundo?
Si me preguntan de qué manera concibo
la ironía del Roque, les diré que la veo
como una llama excepcional
que no dejó descendencia entre nosotros.
¿Qué hacía un poeta así, en un país
donde los versos suelen caminar
de una manera tan solemne?
Reírse de manera brillante
en el templo de la lírica, tiene su mérito.
Reírse de manera brillante
ahí donde los mármoles
someten nuestra mirada, tiene su mérito.
Arma era la poesía, asombro
era la poesía, pero también
una gran necesidad de despertar
con la sonrisa mezclada con el alba.
Hablaba del renacimiento del corazón,
como quien busca fundar otra ciudad.
Su herencia tenía que habernos prevenido
contra las viejas y las nuevas estafas,
pero lamentablemente no es así.
De su palabra nunca hicimos un espíritu,
ni la convertimos en uña de nuestra mente.
A los hacelo todo, a los véndelo todo
nos continúan estafando los astutos
vendedores de quimeras que saben
cómo robarnos la cartera del corazón.
Así es cómo nos atrapan unos charlatanes
y otros charlatanes vienen a liberarnos.
Nuestra épica historia es una sucesión de estafas.
Los tristes más tristes del mundo
seguimos siendo también los más bobos.
¿No fue él quien dijo que la estupidez
entre nosotros tenía el tamaño de una gran raíz?
No quiero pensar que sus libros fueron inútiles.
No quiero pensar que sus actos son semillas sin tierra.
No quiero pensar que lo celebramos para olvidarlo.
No quiero pensar que su sangre jamás tuvo bosque.
No quiero pensar que ni su voz puede salvarnos.
Quisiera reírme a su manera entre palabras ácidas.
Querría que tal acidez fuese patrimonio común,
pero quizá sea cierto que nunca fue nuestro padre.