Por Gabriel Otero.
Llegan por oleadas, son miles, son el éxodo del nuevo milenio. Nada los detiene. Las autoridades migratorias, obligadas por políticas de gobierno, los dejan pasar, aunque si por ellos fuera, les robarían todo lo que trajeran, ya los conocemos, son abusivos y extorsionadores a natura, y los que no lo son, los transforma un sistema institucional corrupto.
Los cuarenta migrantes muertos en un Centro de Detención del Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, Chihuahua, destaparon la cloaca, la percepción cambió desde el 27 de marzo. En los videos se constató la negligencia criminal de los agentes migratorios, lo que sucede a diario quedó al descubierto. Ahora el botín humano los desborda.

Mujeres, hombres, niños y ancianos, caminan en caravanas, huyen de la guerra, la inseguridad o de la pobreza de sus regiones, desesperados siguen, aunque sepan que se encontrarán un río, un muro, el desierto, el sol y más serpientes. Nada es peor a lo vivido. Eso es lo que creen, después de sobrevivir a la selva del Darién, nada supera a la indiferencia de los que los ven como invasores.
Los peores xenófobos son los legalistas, extrapolan escenarios, que respeten las leyes, afirman con los ojos huecos, el egoísmo muestra su cara de muerte.

Otros sacan del clóset sus fantasmas ideológicos, ven en los migrantes que se quedan un potencial clientelismo político del partido gobernante, y más si son venezolanos nacidos en Cagua, Caracas o Maracaibo. A los demás los ven de menos, no importa si son igual de morenos, porque para mejorar la raza las migraciones europeas o cuando menos los gentrificadores de ciudades venidos del norte.
Y de esos miles de migrantes del sur los que llegan a la frontera son pocos, escasos, retan a su suerte con los pies destrozados, se hincan ante su destino por sus sueños o un mendrugo.
Maldita inhumanidad.