Por René Martínez Pineda.
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Mi infancia -territorialidad de la querencia y la pobreza, que la nostalgia pone gris-, fue signada, sin yo saberlo, por un Steinbeck leyendo en voz baja, y a media luz, el turno del ofendido, ese personaje de novela caballeresca que, en menos de medio siglo, terminó ofendiendo a quienes le dieron el turno en las afueras de Macondo. Mi infancia, es la memoria del patio de un mesón drástico, en Ciudad Delgado, en el que, todos los inviernos, navegan mis barquitos de papel cargados de leche tibia, libros y utopías transportadas de contrabando; es una casita rural, remota y hostil, donde florece el colibrí en las ramas de un limonero generoso que, impávido, sobrevive a la plaga del piojo de San José… y a la roya de las ladillas negacionistas.
Mi juventud -territorialidad del genocidio adscrito- es catorce años, bajo fuego, en las calles del centro histórico de aquel San Salvador al que, impunemente, le despojaban los recuerdos: bala a bala, muerto a muerto, terremoto a terremoto, fraude a fraude, robo a robo. No he sido, por cuestiones físicas y pecuniarias, un Delon, ni un Alain, y mucho menos un Gere, y eso es evidente en mi forma desaliñada de vestir y caminar, y quizá por eso aprendí a amar con zurcida y aguda locura, y a ser amado, aún más agudamente, hasta por la María Pintura que, todos los días, moría de madrugada. Por mis venas corre sangre riojana, y eso explica mi obsesión por la utopía social… y por las palabras, las que, bajo la forma de versos y párrafos irreverentes, brotan de la hojarasca de la realidad sin doctrinas, ni abogados pedorros que convulsionan cuando le tocan el himen a la Constitución, ni artículos pétreos que tienen como misión -lo juro por las que se desnudan con los ojos cerrados… para no sentir que pecan- mantener pétrea la realidad. Creo que, por esas razones y sinrazones, soy un hombre bueno, o que trata de serlo, aunque no siempre lo logro, debido a que, si bien cuelgo santos en mi cabecera, no soy uno de ellos.
Adoro el embrujo de la catequesis sabatina del bellus pedes, pero sin lucernario, ni confesionario en el que se crucifica el delito del cianuro, y se absuelve el crimen del pedófilo. De la infame artritis de la posmodernidad, corté la narrativa de las víctimas para irla a pegar en la epistemología de las presencias, porque en éstas cabe el país cuando se abren las manos. No me gusta la flemática “inteligencia artificial”, porque apendeja a sus usuarios al destruir -una a una- sus virtudes socioemocionales y sus capacidades cognitivas superiores, e impedir, adrede, la entrada en el cerebro de nuevos algoritmos, esas abstracciones que suenan a logaritmo -pero que no lo son- y que nosotros llamamos conocimiento, ese constructo social indispensable para ser creativo, solidario, sensible, autónomo y crítico.
Desprecio los versos purulentos de los poetas y poetitos huecos, burdos y frívolos que, colgándose medallitas entre ellos, se creen premios Nóbel de Literatura, pero le tienen miedo a los pezones que habitan en la vecindad de la lengua, y me sublimo en el coro de los pericos, de las cinco de la tarde, que le piden a la luna que vuelva a enredarse en las ramas del árbol que lucha, de pie, contra el hacha del depredador.
Mi adultez llevada al límite, esa territorialidad sometida por los monstruos del pasado, es una crónica, no prevista, en la que escribo la diferencia entre ecos y voces; entre sombra y luz; entre beso y luciérnaga; entre traiciones y confesiones. A estas alturas de mi vida, que está en las bajuras de la muerte, solamente escucho la voz de quienes amo, porque suenan como la campana de los cinco sentidos.
¿Soy un escritor o un indigente de la palabra? ¿un hombre o un espectro? ¿un sociólogo o un utopista? La verdad, no sé qué responder, debido a que, en última instancia, soy la suma del aprendizaje significativo de mí mismo. Lo único que sé, con certeza, es que, sea lo que yo sea, lo soy con toda la devoción que le copié al Quijote. A veces, muchas veces, quiero enterrar las palabras en el predio baldío de los renglones torcidos de la historia de las víctimas, de la misma forma en que un guerrero entierra la espada antes de capitular frente a unos pies descalzos que, ilesos, caminan sobre los vidrios rotos del poema de amor; o antes de reclamar lo que ha conquistado en la travesía más cruenta y peligrosa: el regreso a casa, esa territorialidad invulnerable en la que, despreocupados, nos lamemos las heridas y, antes de acostarnos, leemos las historias prohibidas del pulgarcito sin apatías.
Platico con las personas que, por solidaridad transitiva, van a la par mía, para que cada decisión que tome tenga responsabilidad compartida, con lo que los errores me pesan menos y son menos agrios; voy delante de las personas que, por amor imperativo, me llevaron a odiar al demonio de la sangre, para que las balas de la violencia caigan en mi espalda, no en las de ellos. Mis soliloquios -que son constantes, y son aterradores para quien me mira, de lejos- son, en realidad, charlas amenas con el dios que, sólo porque sí, es equitativo en las buenas, en las malas y en las peores. Así que, cuando me vean platicando conmigo mismo… no se asusten ni me saquen del delirio, sólo estoy haciendo cuentas cabales con la historia para que los perversos no pueblen de soledad las noches.