jueves, 2 enero 2025
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Escrito en una servilleta: Somos un cuento dentro de una novela

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"Sólo somos un cuento corto dentro de la extensa novela salvadoreña": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Cuando, en bien o en mal, hablamos de la realidad, lo hacemos desde el imaginario, y la vemos como una “cosa” construida por nosotros, sin tomar en cuenta la exactitud física del tiempo-espacio, ni las opiniones ajenas, no importa si estamos haciendo un análisis de coyuntura; redactando un artículo que confunde pandilleros con huérfanos de guerra; un estado de pérdidas y ganancias de lo vivido; o el recuento de recuerdos y olvidos que le dan coherencia al todo… y a la parte. Nosotros somos la parte. En eso consiste la sociología de la nostalgia: en contar la historia total, y la nuestra, desde el imaginario que nos purifica (el cual, en mi caso, fue rescatado de las garras de los traidores), para que el relato, per se, cambie la forma en la que los otros nos ven, dándonos una identidad basada en las experiencias que, adrede, escogimos como válidas porque nos dan valor social. Eso mismo hace, en tono perverso, el político que se opone a que el pueblo goce rotundos espacios de alegría sin miedo: contar su historia personal -obviando el relato de su corrupción adscrita y adquirida- para cambiar la versión real de sí mismo, o sea para construir la realidad -haciendo que el pasado vuelva a pasar- a su imagen y semejanza, las cuales él llama “democracia perfecta de los cuerpos perfectos”, y entonces queda en evidencia su relato esencial: la del cuervo que le sacó los ojos y los hijos al pueblo.

Al final, el descubrimiento de quiénes somos, más allá de nosotros mismos –eso que los sociólogos llamamos personalidad social- parte del hecho de sabernos solos en medio de todo el mundo, o de sabernos únicos, no obstante ser cortados por la misma tijera (la de la cultura, ese violinista en el tejado que nos persigue a todos lados), o de saber que, en definitiva, somos un cuento breve que forma parte de la gran novela salvadoreña que, escrita con sangre y anemias, relata los pormenores del país en el que, con paciencia, dormimos a cielo abierto soñando que, algún día, lo íbamos a reinventar, letra a frase, cuento a novela.

A pesar nuestro, sólo somos uno de los millones de cuentos subjetivados, al límite, que pululan dentro de la odisea-país; sólo somos un cuento corto dentro de la extensa novela salvadoreña, pero no tenemos un prólogo particular, ni un rostro indisoluble que todos reconozcan en la calle, ni frases dignas de una antología, porque la vida -en este círculo del infierno, sector Épsilon, en el que vivimos- no sabe de esas cosas, o sabe que tales referencias y rostros y palabras pueden ser modificadas por intereses políticos a la hora de la edición. Máscara y rostro. Rostro y máscara. ¿Cuál es la verdadera esencia de lo que somos o de lo que contamos que somos? Historia y nostalgia. Nostalgia e historia. ¿Cuál es la más cercana a la realidad objetiva? Cuento y novela. Novela y cuento. ¿cuál de ellos es lo que le da sentido a la historia? Esos dilemas nos definen, y afinan, como seres construidos de palabras en eterna transformación (un cuento que se va escribiendo o modificando, día a día), porque quitando y poniendo, a destajo, podemos contar nuestra vida de diferentes formas y con distintos desenlaces.

A pesar de saber eso -y a pesar de los historiadores tozudos y mercenarios que se creen semidioses, aunque no llegan a pobres diablos- no deja de producir cierta melancolía coloquial, y cierta incredulidad científica, afirmar que, sin dejar de ser cuerpo-sentimientos (el ser social del que habla el Marx originario), sólo somos un cuento dentro de la gran novela que cuenta historias a conveniencia, hasta que decidimos contar la nuestra editando el cuento que somos. No hay misterio medieval, ni laberinto mágico-religioso, en la afirmación de que somos palabras en constante transformación narrativa. Al final, el cuento que se inventan los personas sobre sí mismas -y sobre las otras-, es lo que define al ser humano en su talidad, y resume la gran novela salvadoreña en su casualidad, que es la forma alterna de explicar su desarrollo a partir -o a pesar- de los cuentos inéditos que, cóncavos, quedan tirados en el camino, hasta que alguien los recoge para hilvanar otro desenlace. Sin duda, es la nostalgia la que pepena las palabras adecuadas, para nosotros, con la intención de tejer la gran novela en la que estamos enredados, lo que nos convierte en un relato hecho de otros relatos, o sea en un cuento en busca de autor.

Ese retorcimiento de la leve narrativa que somos, dentro de una gran novela, es tan efectivo que llegamos a creernos el cuento que contamos de nosotros mismos. Quizá nunca podremos llegar a ser algo más que eso: seres hechos de palabras en constante transformación que, desde los renglones torcidos de la gran novela, pretenden cambiar “aquello” que no pueden cambiar, porque no lo comprenden; o herederos sin testamento de relatos cuya autoría está en discusión; o beneficiarios de nada que van dejando -a lo largo y ancho de las sinécdoques geográficas sin coordenadas- un inventario de lo que son, según la retocada trama del cuento que son.

Y es que, como dijo, Wilde -diez segundos antes de morir-: “para la mayoría de nosotros, la verdadera vida es la vida que no llevamos”. Eso es comprensible porque, en el imaginario como corrector de estilo del cuento que somos, el peor pecado que podemos cometer es no ser felices y no ser relevantes. En muchas ocasiones, no sabemos distinguir entre besos y torturas, que es lo mismo que no saber distinguir entre el presente y el pasado, y entre la cárcel y las calles. Esa es la razón por la que el relato de nuestra vida –el cuento que nosotros inventamos sobre nosotros mismos- no coincide con la narrativa que nos describe en el tumulto de relatos que le dan coherencia a la gran novela en la que, apenas, somos una frase o un renglón torcido.

Tras ese entramado se oculta la particularidad de ser, sin serlo (juego de flexibilidad identitaria patentado por los niños antes de descubrir su cuerpo-sentimientos), y de esa forma paradójica, la vida -nuestra vida- se va relatando a sí misma como héroe omnipresente, o como el historiador de Dios que se cree más grande que Dios.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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