Por René Martínez Pineda.
El problema con los desaparecidos, como un tal Roque, es que no desaparecen, pues cada día están más presentes que los vivos en nuestro imaginario, porque la esperanza de volverlos a ver es más grande y hermosa que la resignación funeraria; porque la esperanza de que sus victimarios sean juzgados, es más concluyente que los santos óleos a la hora de la ceniza. Los desaparecidos están siempre en algún lugar reclamando su lugar; están siempre ausentes y presentes, porque habitan el limbo en el que se decide la verdad, sin esperar que se resuelva un amparo en la sala de la justicia popular; están siempre buscándonos y buscándose; tienen visa vitalicia para entrar en nuestra memoria por cualquier frontera, y están vetados por los signos de la impunidad que, con sobreseimientos definitivos por falta de huevos, no castiga al victimario y, para terminar de joder, están asediados por las dudas no razonables de los jueces pétreos que, inicuos, se sientan a rumiar en las bancas de la plaza pública en la que los desaparecidos disertaban metáforas fogosas.
El problema con los desaparecidos, como un tal Roque, es que no desaparecen, ni aparecen, ni los olvidamos, ni nos olvidan, porque esperan a que aparezca su victimario; siempre los vemos tocando el timbre de las casas y salir corriendo, como cuando niños; los vemos tomándose un café en La Bella Nápoles; los vemos ordenando los versos de su poema de amor y arreglando, por orden de estatura, los cuadernos de sus hijos; los vemos pregonando sueños en las praderas del unicornio azul y denunciando nuestro olvido en el tribunal que sí sabe distinguir entre crímenes de lesa humanidad e hipotecas. Y entonces los desaparecidos, como un tal Roque, siguen convaleciendo su muerte inconclusa en la morgue de la memoria, porque nadie les ha explicado, con certeza jurídica, si ya se fueron de este mundo o si siguen acá, entre nosotros y nuestro diminuto mundo; no les han explicado, con certeza sociológica, si son pancartas, hábeas corpus, temblores novenarios o rezos sin pan dulce y café de olla a la hora del primer llanto del borracho en la frontera del norte.
El problema con los desaparecidos, como un tal Roque, es que todas las tardes se sientan a ver pasar pericos anunciadores de su martirio, aunque el tal Roque no sepa a la sombra de cuál palo de ciprés pertenece su osamenta, la que se dio por perdida desde el día en que empezó a desaparecer sin desaparecer; y no sabe si eso fue hace una, veinte o cuarenta y ocho misas de cuerpo ausente; desde el día en que desapareció junto a su sangre y su rostro… y también junto a la ventana de su ausencia. El problema con los desaparecidos es que dejan atrás, como acto de presencia, la catedral de abrazos colmados del incienso de sándalo que señala una dirección; el problema es que no desaparecen como el pan en los espejismos del hambre; el problema es que no desaparecen sin antes decir sus últimas palabras, ni comer la última pupusa, ni dar el último beso fornicario alquilando la boca de dolientes inconfesos; el problema es que no desaparecen sin antes dejar arregladas sus cositas, poniendo las metáforas y pleonasmos en el cajón de los gerundios en el que guardaban sus sueños con un lindo y serio país.
El problema con los desaparecidos, como un tal Roque, es que sus tumbas no están en ningún lado, aunque están en todos los cementerios y en todos los corazones. Con sólo levantar la vista los vemos deambular en el sur de la memoria. A veces parecen seres perdidos en busca de la brújula de la justicia del amparo constitucional, y por eso vagan preguntando y preguntando por sus restos inmortales en la casa de la María Pintura y en la esquina sospechosa de los locos sin nombre, y se les oye gritar blasfemias sobre el buen amor en el bar del mediodía, porque ellos, los desaparecidos que no desaparecen, vienen de probar el sabor nocturnal del odio.
El problema con los desaparecidos, como un tal Roque, es que depositan su dolor y dudas físicas en quienes los seguimos manteniendo así. A Roque, no sé si le dolió el tiro de gracia del desgraciado que lo mató, a sangre fría, sólo porque él tenía la sangre tan caliente como sus poemas, o porque se enamoró de la Caperucita recluida en los bares y burdeles de todos los puertos y capitales de la zona de la justicia postergada, pero sí sé que el tiro nos dolió a todos; sí sé que su asesino, al “ajusticiarlo”, murió más que él. No conozco la dirección exacta en la que, los malos vendelotodo, lo enterraron con la pala del desamor más grande, y entonces concluyo que lo enterraron en todo el país.
El problema con los desaparecidos, como un tal Roque, es que, como la estrella más remota -que vemos por las noches, aunque haya explotado hace millones de años- siguen brillando en nuestros ojos, y por eso, para honrarlos, debemos alzar la vista al cielo si queremos enflorarlos con una siempreviva de mayo. ¿Dónde están Roque y los diez mil desaparecidos durante la guerra traicionada? ¿Cuándo sus sepultureros, al borde de la extremaunción de la justicia popular, nos dirán dónde descansan los restos mortales de sus versos necesitados del amor que desbordaban?
El problema con los desaparecidos, como un tal Roque, es que no desaparecen nunca, porque siguen a la espera de la venganza que no es venganza, sino un acto de amor de la justicia.