Por René Martínez Pineda.
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Cuando el viento se lleva de la mano la basura que, como alma en pena; que, como perro sin dueño, vaga por las calles desoladas, oscuras y frías de una ciudad que, por olvidadiza, se convirtió en maldita para ti, sabes que ya está cerca la navidad.
Y entonces te pones triste, te haces un puño, te haces un gesto, y tus ojos se llenan de distancia gris, se llenan de tiempo ido, botan sus pétalos salinos… y las manos te tiemblan como pandereta; y tu mente se refugia, como gatito bajo la lluvia, en el escondite en el que jugaste con él, para que el abrazo vigoroso, ardiente y dilatado tuviera una excusa imbatible, como cuando recién nacido. La navidad fue, para ti, la mejor época del año –recuerdas, mientras desgranas, con tu artritis clandestina, el viejo Rosario que heredaste de la bisabuela; mientras desgranas tus lágrimas de mujer sola, mutilada, solitaria- porque el brillo de sus ojos ante el juguete nuevo y el estreno, te iluminaba la cara, como si fuera aquel sol que inventaste cuando nació. Suspiras, te duele el aire, como si fuera vidrio molido. Y te perdías viéndolo jugar, y soñabas con que sería un gran hombre, un hombre importante, un hombre bueno, un hombre justo, un hombre de honor… y, después… ya estaba grande, ya no era tuyo, y te fallaba el corazón cuando lo mirabas llegar de la mano con su novia, pues sentías que se acercaba el día en que se iría de casa para siempre, y entonces ponías la misma mirada que pones hoy, cuando contemplas su ausencia. Suspiras hondo, muy hondo, como intentando hacer explotar tus pulmones para ir donde él te espera con una sonrisa en los ojos.
Después de aquella noche en la que, desde un cuartel, le dieron rienda suelta a los jinetes del apocalipsis social; después de aquella madrugada de las carretas de Herodes en que no regresó a dormir, pensaste que lo mejor hubiera sido eso: que creciera más allá de tu alma, de tus manos, de tus cuidos, e hiciera su hogar y te llenara de nietos, pero lo que le creció, hasta el cielo, fue la conciencia social desde que, por instinto, le enseñaste a compartir el pan y los frijoles y el abecedario; pero desapareció sin dejar rastro, ni avisos, ni pistas; desapareció sin despedirse cuando noviembre tenía los días hasta la cintura, justo cuando la navidad anunció sus pasos, y desde entonces corre el mar por tus venas.
Hoy, aunque los victimarios ya no son los dueños del país, la navidad sigue siendo lo peor que te puede pasar, porque su recuerdo siempre se escabulle bajo la puerta, y se prende de tu garganta, y de tu boca, hasta hacerte desmayar de soledad, incertidumbre y tristeza. Y te recoges el pelo, el dolor, las lágrimas, el delantal, los pechos, y te pones a ordenar su ropita -aún la conservas intacta, después de tantos años-, sus juguetes, sus camisas de fútbol del Barcelona y del Boca Junior, sus libros de Marx, sus gruesos compendios de derechos humanos de las víctimas, su loción favorita (Old Spice), sus álbumes de Hanna Barbera, su olor a joven bueno, sus poemas rojos, sus fotografías del Ché y Fidel, su zampoña; y siempre tienes la cena caliente, como hace tantos años ya, porque (aunque sabes que es uno más de los miles de desaparecidos y asesinados que, años más tarde, fueron traicionados por los corruptos de la máscara roja; aunque sabes que es un muerto que nadie, excepto tú, recuerda) siempre guardas la esperanza de que aparezca por la puerta… -¡buenas tardes, mamá!- todo sucio de tanto jugar, y se acurruque en tus brazos para que le cures las balas, como le curabas sus fiebres y heridas de niño; para que le alivies la tortura, como le aliviaste el corazón cuando, con su boca recogida por un frío remoto y trepidante, te anunció que había tenido su primer desilusión amorosa… y lloraste con él toda la tarde.
Después de esa noche triste, saliste como loca a buscarlo en la calle; en los basureros; en las morgues; en los cañales; en los botaderos de cadáveres cotidianos inaugurados, con toda pompa, por el gobierno y el ejército; en las subterráneas oficinas de relaciones públicas de la guardia nacional; en las fincas de café con aroma de mártir, esperando, primero, no hallarlo; después -cuando tus pies cansados y tu corazón roto aceptaron, sin aceptar, su muerte definitiva- deseando hallarlo, para colocarlo, con extremo cuidado, en su tumba, como cuando lo acostabas en la cuna mientras le tarareabas, al oído, una dulce canción que lo hacía soñar contigo. Y desde entonces, dejaste de pronunciar su nombre y el tuyo, porque sabías que, si los pronunciabas, él no dormiría en paz.