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Escrito en una servilleta: No pronuncio tu nombre (II)

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"¡Qué solitaria es la muerte sin tu vida, Roque!": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.

Cuando sepan que he muerto fijando detalles en el venéreo embrujo de los burdeles de todos los puertos y alcaldías de la zona que no hicieron cuentas cabales en la pandemia… no pronuncien mi nombre, no me suena familiar desde que, quedándome solo en el anonimato que escogí, me secuestraron: el alma y las alas; el arco iris y el capirucho infalible; la pelota goleadora y la chibola pulsuda; el fusil cítrico y la voz crítica… y quedé a merced del fantasma que aplasta flores para parar la resurrección de la tierra y la insurrección de los sin tierra que ríen por los ojos de sus hijos. Tengo una ausencia que, como río que se quiebra en el paisaje del café a las cinco de la mañana, hace que el hoy, sea mañana; el mañana, futuro; los políticos corruptos, una pesadilla que llora en la celda… tengo una ausencia que se vuelve presencia en las mujeres malas que son bien buenas porque les duele que la madrugada fusile a los pájaros de sus entrañas.

Cuando sepan que he muerto -vomitando el discurso sobre la tísica bondad de los derechos humanos del victimario- no pronuncien mi nombre, no tengo uno que sea conocido en la sentencia de condena de mis asesinos. Para más señas, soy aquel pobrecito trabajador al que le registran hasta el culo en el cateo del supermercado exclusivo y en el almacén de inmigrantes que no pagan sus impuestos, por lo que sospecho que, en esos lugares, mi apellido es Ladrón con Membresía, e intuyo que no vivo en la sociedad salvadoreña, sino en la sociedad anónima que enturbia la poesía para convertirme en el triste más triste del mundo.

Cuando me vean pasar cerca de los risibles rebeldes ahogados en cerveza; enredados en chequeras; con la boca llagada por la falta de hábito de comer caviar; dándose masajes prostáticos con sus rivales de mentira, no pronuncien mi nombre. Mi nombre lo perdí en la ignorancia que dejó huir maletines con rumbo desconocido, esa tiniebla de perenne negación que se le impuso al pueblo. Mi nombre lo cambié por los nombres de las telenovelas; los de los futbolistas (del Barcelona, claro está, al menos en eso estoy bien); por los nombres unísonos de los traidores que me hicieron llorar por un himno nacional que no fue escrito para mí. Mi apellido está escrito en mi camisa, mis zapatos, mi celular, mi calzoncillo, mis huevos, ya que soy un ser globalizado en las marcas y un conocedor ignoto del promedio Dow Jones que, desde que renuncié a ser el héroe de mis hijos, le perdí el gusto a los tibios pezones de ciruela de la muchacha matutina que se hace cada día más esposa. 

Cuando la Tierra, husmeando mi pecho, haya dado otra vuelta sin mí -como buscando el sitio donde están ocultos mis huesos de volcánica denuncia- y por fin comprendan que ha terminado la hora de la ceniza para mi corazón, no pronuncien mi nombre, ni siquiera sé de dónde viene mi sangre más sangrienta y no creo que mi piel, mi voz de espanto, y el duro grito de mi garganta, vengan de esa estatua de mármol cagada por las palomas y los perros callejeros que le hacen la venia al pasado de impunidad. No busquen en mi tumba un árbol genealógico: ni siquiera tuve uno donde orinar sin ser multado; no busquen el escudo de mi apellido: ni siquiera tuve un techo ileso; no interroguen a mis fotos: no supe quién fue mi padre; no pregunten por mi cripta: ni siquiera tuve dónde putas caerme muerto; no se preocupen por el destino de mi herencia: ni siquiera comía tres veces al día.

No pronuncien mi nombre, sólo soy porque no soy; mi identidad cultural es la no-identidad; sólo soy el ofendido, la víctima, el votante indignado, el mendigo, el compatriota, el marihuanero, el loco tirapalabras, el tonto de la colina que hace llover metáforas para no sentirse solo. Sólo soy: un guanaco hijo de la gran puta; un hombre bicentenario que vivió doscientas veces el mismo año de corrupción sin cabello roto, algo así como un matrimonio sin desfloración ni orgasmos delatores.

Cuando me vean repitiendo palabras extrañas como abeja, lágrima, pan, pies, miel, tormenta, suicidio, luciérnaga, cárcel, es porque estoy a punto de revelar mis letras; a punto de confesar que mi ilusión es un grito ancestral sin ancestros; un árbol recio que no cae, ni tiembla, ni huye, ni enmudece con la muerte. Cuando sea la hora de decirles lo difícil que ha sido no morir sembrando maíz en las aceras de Metrocentro, Roque pronunciará mi nombre como si pensara en la luciérnaga destinada a mi anhelo sin aduanales molestias ni temor a la tentación carnal del cambio social, cuyo aroma brota en las madrugadas de la zarabanda penitenciaria.

Cuando sepan que he muerto leyendo un libro hermoso que no entiendo, aunque yo lo haya escrito, no pronuncien mi nombre, porque estaré entretenido con el recuerdo de la gatita que amo en mi vejez; ocupado pensando en que hace frío en las maquilas textiles. ¡Qué solitaria es la muerte sin tu vida, Roque! ¡Qué necesaria es tu drástica presencia hoy que hemos inaugurado en las urnas el turno del ofendido y podemos pronunciar tu nombre!

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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