lunes, 14 abril 2025
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Escrito en una servilleta: Milonga del pan recién horneado (I)

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"El dolor por la pérdida de mi abuela ha sido una cadena perpetua que inició miércoles 14 de mayo de 1980": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Mi nombre es, René. Sí, René, aunque tengo cara de llamarme Salvador, Vladimir, Alejandro, o, según algunos, Fernando. Pero mi abuela me puso, René, porque yo iba a ser (me dijo, bajo las lluvias torrenciales del huracán, Fifi, cuyos vientos feroces levantaron el techo de las tertulias subversivas en las que, por instinto, participé, cuando cursaba sexto grado): “el renacido”, de entre las balas de la dictadura militar; el superviviente inconfeso, de las trombosis de las luchas sociales; y el templario inmortal, de las cenizas de su memoria, ese lugar entrañable en el que -como en una caja Matrioska- guardaba la memoria colectiva de Ciudad Delgado. Mi mamá -esa mujer diminuta que se asoma en la parte superior de la página- no puso objeciones, sólo cerró los ojos para imaginar la cara que tendría colgada cuando adulto. Por el gesto de su rostro, deduzco que usted ya sabía todo eso, y le confieso que siento que la conozco de toda la vida, siento que usted es una referencia de mis actos, de modo que dejemos a un lado la falsa sorpresa y, sin preámbulos, acerquemos la taza de café que nos hará sentir íntimos en los tumbos de los recuerdos.

No sé por qué siento que, usted, ha merodeado mi vida desde niño, y aún más cuando supo que mi mamá se quedó sola, justo en aquellos años acres en los que vivimos en peligro. Digo, “desde niño”, y caigo en la cuenta de que eso fue hace más de medio siglo. Supongo que el anhelo de protegernos contra el hambre y la represión fue el recurso de apelación que usted -porque debe haber sido usted- presentó al ejecutado veredicto de su propia muerte, y sólo lo supongo, pues aún no logro descifrar su identidad, la que veo como un retrato difuminado e íntimo. Sé que usted se reunía con mi mamá, en el Pupusodromo de la calle 5 de noviembre, para hablar en silencio, mientras suspiraban de placer inenarrable al saborear las mejores pupusas del mundo. Eso lo supe sin necesidad de espiarlas; eso lo supe porque, inexplicablemente, usted y ella son una parte irrevocable de mi biografía; usted, por ser quien me regaló las palabras para que no la dejara morir de frío; mi mamá, por haberme regalado el silencio y enseñarme a acariciar sin usar las manos ni la boca. ¿Se da cuenta de que hablo de usted, y con usted, como si fuera dos personas al mismo tiempo? ¿Un espectro del cuerpo, o un cuerpo del espectro?

Es evidente que, usted, es una mujer irreal, como esas personas que son capaces de evadir la muerte, o de regresar de ella. De algo así hablábamos en casa cuando, mi mamá, tenía un breve alivio laboral. No decíamos mucho, a pesar de que estábamos poseídos por el demonio de la nostalgia, sobre todo después de la muerte de mi abuela. Y es que en mi casa imperaba el silencio, el que se volvía escandaloso con los cotidianos actos de amor que mi mamá y mi abuela perpetraban bajo las narices de la pobreza. Usted se parece mucho a mi abuela, por cierto, y hasta creería que lo es, de no ser porque ella murió, en mayo de 1980, a manos de la delincuencia, justo cuando iba para el mercado a buscar nuestra comida, lo cual, para ella, era la misión más importante de su vida. Mi madre tenía la misma misión suicida, y la cumplió, fielmente, trabajando más de treinta y siete años sin días festivos, dejando tras de sí las luciérnagas de sus sueños juveniles. Por ellas, es que yo no sé lo que es el hambre, pero la conozco, debido a que mi abuela se encargó de dejarme claro que yo debía luchar por los hambrientos, que ese era mi deber cívico y la forma de honrar el sacrificio de mi mamá.

En un cuarto diminuto en el que, Pedro Infante, era el ídolo indiscutible, transcurrió la etapa más significativa de mi vida. En ese cuarto, pintado con la cal viva de la melancolía –el mejor del mesón de Mamá Licha, mi bisabuela- aprendí que: cuando se empeña la palabra, se empeña la dignidad, y que, si es necesario dar la vida para cumplirla, se da. En ese cuarto: mi abuela, doña Lidia Valle; mi mamá, Gloria Pineda (la Pinedita, para sus compañeras de trabajo en el Hospital de Maternidad); y mi hermana, Damisela -yo sé que usted las conoce- aprendimos que hay que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos, y más aún cuando los vivos usan uniforme; que el universo cabe en una taza de café de maíz y en el humo de un cigarro Delta, después de la petite mort; que no hay palabras malas; y que, Amorcito Corazón, es la mejor canción de la historia, porque mi abuela así lo decidió, y no había nadie en este mundo -ni en el otro- capaz de rebatir sus decisiones. 

 A pesar de que, en ese entonces, yo todavía no había leído El Quijote, comprendí todo a la perfección. Damisela, no lo comprendió, pero ella es cuatro años menor. Quizá por eso, en los días amargos de cuando los cuadernos eran un acto de sedición, mi mamá se despertaba llorando por la madrugada. Era el miedo a la soledad, a la muerte que deambulaba por las calles, al dolor agudo que provoca sacar el pañuelo blanco para despedir a los que zarpan en el barco lúgubre. En mi caso, el dolor por la pérdida de mi abuela ha sido una cadena perpetua que, en la hojarasca de un misterioso olor a pan recién horneado, inició miércoles 14 de mayo de 1980, día en el que la perdí a ella y perdí un buen pedazo de mi corazón.

Pero deduzco que, usted, sabe todo eso como si lo hubiera vivido desde el otro lado de mi vida. Pasaron los años, y mi mamá siguió llorando en silencio, porque el silencio siempre ha sido nuestro refugio. Usted conoce a mi mamá como si fuera su propia carne, fue testigo de cómo se le fueron apagando los colores de tanto trabajar para que en casa no aguantáramos hambre; la esperó en la parada de buses los días que llegaba a media noche, después de una jornada de más de doce horas; usted nos cuidó a nosotros… sí, ahora lo recuerdo, usted nos cuidó a nosotros para que el hambre y el miedo fueran un asunto ajeno.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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