Desde el inicio de la vida, los animales más interesantes, por corajudos, son los que migran: unos, para la reproducción y búsqueda del alimento; otros, para huir del depredador, y ambas razones son biológicamente inevitables. Los humanos no son distintos, y gracias a ello se dispersaron por todo el planeta. Sin embargo, el caso de los salvadoreños es especial, porque es un grupo que, perversamente, fue forzado a migrar; fue forzado a ser un eterno indocumentado usando como depredadores la pobreza, la represión y la inseguridad. A partir de 1994 en que se formaliza el bipartidismo para darle inicio a la Era de la Gran Delincuencia, los depredadores se convierten en un depredador de dos cabezas (ARENA-FMLN), y el salvadoreño migró, tumultuosamente, cuando la pobreza se apareó con la corrupción, impunidad e inseguridad ciudadana que -como guerra social entre pobres- dejó un saldo de unos ciento veinte mil asesinados.
Para comprender la dimensión económica, cultural, ideológica, política y social de los salvadoreños que, perseguidos por ese depredador, fueron forzados a emigrar, hay que partir de su definición sociológica como grupo sui géneris. Considerando esas dimensiones como totalidad, afirmo que a los salvadoreños no les queda bien el término “diáspora” y que no hace juego con su rostro ni su querencia incondicional, en primer lugar porque no son personas que hayan dejado el país y con el que mantienen vínculos esporádicos, sino que son personas que compraron un boleto de ida y vuelta aunque tuvieran miedo de regresar; son las que se perdieron y pudrieron en la frontera del norte buscando su familia en el sur; son las que desaparecen para poder aparecer en nuestros sueños de un mejor país; son las que se fueron sin haberse ido, ya que, al emigrar, se llevaron el territorio con ellas, y eso es como que no se hayan ido, por lo que son presencia en la ausencia, y ese no es un vínculo, es un estirar el territorio para sentir que siguen dentro de él. En segundo lugar, el término “diáspora” ratifica o invisibiliza el robo de la nacionalidad que les hicieron desde el primer paso dado fuera del país. Sí, a los salvadoreños migrantes les robaron la nacionalidad los gobiernos anteriores al negarles sus derechos políticos y han sido vistos como simples “remeseros”, lo cual era la parte económica de la conspiración que estaba detrás de una violencia social tutelada y fomentada por el bipartidismo, cuyos funcionarios la llevaron hasta el consulado del terrorismo.
Al tener un impacto sociocultural significativo (tanto en el país de expulsión como en el de atracción) los salvadoreños no son “diáspora”, debido a que ese concepto los apoca, los deja como rostros sin ventana, los despersonaliza, legitima el robo de su nacionalidad y no explica en qué consiste eso de “irse sin haberse ido”. Por tal razón, los salvadoreños que fueron forzados a migrar -con el corazón en la mano, el rezo en la boca para librar a sus familias de todo mal y las ilusiones en los ojos- y a quienes les robaron su nacionalidad sin confiscarles el pasaporte, son “salvadoreños internacionales”, no sólo porque han recuperado su nacionalidad, sino porque, con ello, aumentan simbólicamente el tamaño del territorio nacional y hacen de la democracia un hecho social completo al incluirlos sin restricciones.
Desde la hora cero del pipil, el salvadoreño ha sido un ser especial que ha hecho de la migración una recurrencia y una ocurrencia. Como el salmón que atraviesa el río a contracorriente para reproducirse, y el elefante migra en busca de agua y regresa a su lugar de nacimiento para morir en él, los salvadoreños recorren miles de peligrosos kilómetros para huir de la muerte y el hambre, porque es mejor una muerte probable a una muerte segura. En densas caravanas o en maratones de una sola persona, marchaban los que ampliaron el canal de Panamá y ampliaron las cuentas de ahorro de la oligarquía y sus corruptos a sueldo; en largas procesiones del silencio, huían del país aquellos a quienes les robaron el sudor de su frente, sus sueños y sus casas para convertirlos en los arrimados en su propio país.
Cientos de miles de salvadoreños huyeron de la guerra civil y de su hermana gemela, la guerra social, y en las dunas del desierto se toparon con quienes huían del salario diminuto. Esas personas que, por sobrevivencia, se convirtieron en “salvadoreños internacionales” eran los náufragos de los gobiernos delincuenciales buscando la isla de la vida; eran los nómadas indigentes de las políticas económicas para los ricos y sus lacayos, e inventaron un telescopio de suspiros para no perder de vista la Polaris que los llevaría a casa después de pelear con el monstruo de la deportación. Millones lograron falsificar su Green Card -en la misma imprenta donde falsificaron la partida de nacimiento para sentirse salvadoreños- y empezaron a ganarse la vida honradamente y con orgullo para ellos, y para nosotros, los que nos quedamos en el país; otra cantidad igual sigue huyendo de la migra, así como aquí huían de los asesinos cotidianos; miles reciben baños de sol bajo las arenas del desierto o están juntando sus pedazos bajo las ruedas del tren, y en ambos lugares son cuerpos sin nombre, tal como lo eran en el país. Sólo hilvanando los recuerdos y los olvidos de los salvadoreños internacionales con los nuestros, podremos construir eso que llamamos memoria; eso que llamamos nacionalidad; eso que llamamos país; eso que, con un nudo ciego en la garganta, llamamos identidad. Y esa identidad que tanto buscábamos es idéntica a la identidad de quienes cambiaron el mundo sin saber que lo habían cambiado.
Así como Anastasio Aquino no supo que había ganado la guerra porque no tenía un salvoconducto firmado por Mariano Prado y autenticado por un cura pedófilo, los salvadoreños internacionales no supieron que le habían ganado la guerra al muro más alto del mundo; así como un tal Funes y un tal Cerén no entraron en el territorio de la revolución social porque sólo tenían visa para la corrupción, los salvadoreños internacionales no entraron en la embajada de la apatía; así como María Mallon (inmigrante irlandesa que llegó a Estados Unidos en 1883) fue encerrada de por vida para que no contagiara la tifoidea, así fueron encerrados nuestros niños y jóvenes en las cárceles de los puestos migratorios para que no contagiaran de esperanza al mundo. Y así como el pueblo que se quedó descubrió el poder su voto, los salvadoreños internacionales descubrieron que el país que dejaron empezó a respirar de nuevo en el paisaje celeste de febrero.
Así como los salvadoreños internacionales vieron que la cara de Ronald McDonald se parece a la de los próceres que fueron plantados en la autopista sur como mensaje de sumisión, también descubrieron que, hasta hace cuatro años, la capital de El Salvador era Washington y que Martin Luther King nació en Soyapango y fue asentado en Ciudad Delgado. No son diáspora, porque no se dispersaron por el mundo a pesar de haberse ido, sino que, con el amor incondicional por su pueblo, unieron el mundo a las fronteras del país con el pasaporte de la nostalgia. Son nuestros salvadoreños internacionales… así de simple y fascinante.