Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1
Ni la remitente, ni el destinatario, hablaban de eso. Sólo el hecho de poner Muerte -con M mayúscula, y la “u” como perpleja- pondría a temblar al telegrama y a quien lo lee. Perder la noción del tiempo era su forma de no morir, lo cual fue reforzado con mensajes cotidianos…: Espero estén bien. La gatita está triste. Doña Glaucoma, se dejó con el marido, porque lo encontró encamado con otro hombre, si hubiera sido con una mujer lo habría perdonado. Expresidente fingió su muerte para evadir la pobreza, más que la vergüenza. Cosas así. En este caso, lo único que debía hacer era interponer un “no” en la frase para espantar el miedo y la nostalgia.
Regresó al hostal y el telegrama seguía ileso en su bolsillo. Aún no sabía cómo decirle a, Avril, lo que la abuela escribió. Avril, tenía puesta una gloriosa sonrisa y su rostro era un reflejo de la perfección arquitectónica de Berlín que lo invitaba a dejar atrás todo: la familia; el mesón; el perro de dos cabezas que rescataron de la crecida del río sucio; la pomada milagrosa de, Boni, el boticario que no envejecía; la querencia… Todo eso se fue a la mierda al cruzar la primera aduana. Fernando, no quería acordarse de esas cosas, ni de la despedida que fue suavizada por la maleta llena de recuerdos; por el escapulario bendecido por el cura pecador; por el entrañable Doctor Pinaud, quien le redactó un indulto de última hora; por el bus sonando la bocina -¡último llamado!-, para decirle que aún era tiempo de arrepentirse; por el patio que custodió su infancia, esos años en que jugó a la guerra sin sospechar que, años después, la guerra jugaría con todos; por el limonero con las hojas a media asta. Un mes después de su llegada, acomodó en un baúl los recuerdos y tiró lejos la llave. Su rutina era inviolable; ir al estudio de arquitectura y diseñar edificios con rostro humano y alma de guitarra; levantarse temprano y beber, de un tirón, el jugo de naranja que, Avril, endulzaba con terrones de sonrisa.
Todos los días compartían un café y, por la tarde, recorrían las calles aledañas saludando a todos, para hacer del exilio algo grato, y, cuando saltaban las dudas, sorpresivamente llegaba un telegrama de la abuela, y su libertad asistida volvía a la calma, pues cada uno de ellos era una sanación. Sin embargo, no había nada que sanar, porque la utopía no es una enfermedad, sino la ilusión de un desorden ordenado que aprendió a amar, una noche en el patio, después de oír en la radio la noticia de una masacre de un solo muerto, cuando él, en persona, contó treinta.
Por instinto, Fernando, decidió no contarle el contenido del telegrama. Intercalar un “no”, en el lugar preciso, no era honorable, aunque adujera que la abuela se había comido involuntariamente el monosílabo. Su aterrador mensaje –se la imaginó partiéndose el alma con las palabras, en la oficina del telégrafo, con el papel de empaque retorciéndose para indicarle que se equivocaba- se haría más aterrador en los ojos de, Avril. Era mejor tirar lejos el telegrama para borrar el mensaje, tirarlo lejos (de hecho, intentó tirarlo al bajar del bus), y más noche ver “memes” políticos, ignorar el texto antes de que fuera irremediable, darle un masaje en los pies para ahuyentar el dolor que la asediaba de vez en cuando, pedirle que se hundiera en su pecho, olvidar el mensaje para no olvidarse de lo que él fue.
El telegrama encogió el dormitorio. Se puso a pensar sobre eso de abandonar lo que, años atrás, le sirvió de refugio para evadir el desamparo, lo cual sería como abandonar el abandono. Eso es absurdo, pero cómo decirlo de otra forma, precisamente hoy, que la elección presidencial montará un escenario inédito en el que la falsa izquierda tendrá un oponente que le va a dejar desnuda. Ahora mismo que el telegrama es intangible, transmiten el último episodio de “24”, y, Fernando, se acuesta sobre los pechos perfectos de Avril, y siente un miedo tan desconocido como contagioso.
Quizás hoy tiene sentido acordarse de todo (la casa, la peña cultural, el centro histórico expropiado), porque el telegrama era como el fin de un exilio que lo mantenía en una condición de libertad asistida que era necesario resolver, para bien o para mal. Pero se interpone el mar tenebroso que retiene y expulsa en la misma ola; ahí están las décadas del miedo; ahí está, Avril, que no dice nada, pero que intuye el contenido del telegrama; y ahí está él, aferrado a la hermosa locura de la utopía, como si ignorara que la guerra terminó y que algunos convirtieron las ilusiones colectivas en un botín repartido entre traidores y corruptos. Era hora de recordar que la guerra terminó para iniciar otra más cruenta, y aceptar que lo suyo era un silencio insano, ya que lo estaba convirtiendo en traidor de sí mismo. Tanto tiempo de libertad asistida había ido formando un lento, furtivo e interino país en su pecho, en las palabras, en los telegramas que sitiaban nombres y recuerdos, en una especie de árbol prohibido sembrado en terreno ajeno.
El telegrama apareció en la mesa de noche en el momento en que, Fernando, se preguntaba sobre la vigencia de la utopía que él mantenía viva, contra viento y marea. Recuerdo haberlo botado. ¿A quién putas le importa que haya habido una guerra entre vivos y muertos que no salieron ilesos? Tal parece que estuviera exiliado en mi propio país, y que el demonio de la memoria se desvanece en el peculado que se cubre con consignas sodomizadas por la corrupción. Quizá sea cierto que ser utopista es sinónimo de ser pendejo, pensó. Es ella quien lo manda, cómo no reconocer el logo de la oficina de telégrafos y la cara patética de Matías Delgado con el Lempa de fondo.
Para evadir la melancolía, Avril, preparó sopa de frijoles, tortillas tostadas, queso duro y aguacate. Al finalizar la cena, aparecieron los vecinos que habían hecho soportable la libertad asistida, y llevaban recuerdos típicos de la ciudad, como si supieran que ambos partirían al amanecer. Ya en la cama, Fernando, sacó el telegrama. No te dije lo que dice para no preocuparte. Mi abuela quiere… Ella se acomodó, con la respiración entrecortada sin romper el silencio. A lo mejor se comió el monosílabo sin querer, y el telegrama dice lo contrario de lo que debería decir. Bien sabés que no es así. Léelo de una vez, le dijo, haciendo desaparecer el misterio de la libertad asistida en la que el pasado era el presente. “Utopía ha muerto. Es tiempo de recuperar tu libertad incondicional. La familia es lo que queda”. Estoy seguro que se comió un “no” después de la palabra utopía. No es así, te pide que salgas a la calle y respires la libertad, dijo, Avril, y se levantó a arreglar las maletas, sacando de ellas los olvidos.