Por René Martínez Pineda.
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El exilio más bien parecía, por el sabor acre del pasado que no dejaba de pasar, una situación de libertad asistida, con medidas cautelares y corredor de la muerte corto. Libertad asistida, le sonaba menos intimidante que “exilio”, sin aclarar el porqué de ello. Siempre que, Fernando, abría la puerta de la casa y encontraba un telegrama en el piso (hace muchos años que la oficina del telégrafo fue cerrada y convertida en un atrio para el sexo rápido y desprotegido), sabía que tendría que hacerle de cangrejo y cruzar el río sucio que, indolente, protegía el cuartel de la Guardia Nacional, en Ciudad Delgado. Ese desandar era confuso, si consideramos que, desde hacía seis años, vivía alternadamente en el Buenos Aires de Quino, y en el que fuera el lado socialista de Berlín. El itinerario era el mismo: Karl Marx Platz, y las tabernas donde fabrican las mejores cervezas artesanales del mundo; Loburger StraBe; Parque Libertad, y sus panes mataniños; Plaza de Mayo, y el desconsuelo de las lágrimas; La Tiendona, y su imperio de precios altos; la fascinante Puerta del Diablo, lugar donde el frío es una coartada perfecta para el roce de cuerpos calientes; Avenida Corrientes, y sus teatros cada dos cuadras destilando cultura.
Esos nombres son, en la nostalgia, fotos en blanco y negro de una bitácora llena de calles, cosas, gente, exilios, suspiros. Avenida Juan Bertis, # 48, y su profecía marxista; cantón Milingo, y sus hazañas para salir de la desigualdad social; Barrio La Vega, y su ley del cuchillo más rápido; abuela; mamá; esposa; hijos; la bohemia del café Bella Nápoles, en la 4ta. Avenida Sur, donde las malagueñas y el café tenían sabor a melancolía con canela, esa cafetería inmune al tiempo en la que los sábados, por la tarde, lo esperaban los compas originarios que fueron traicionados por los fósiles corruptos que, con los huevos al aire, conspiraron para sacarle la sangre y los centavos al pueblo, olvidando que la palabra revolución se deletrea con el corazón.
Ya con el telegrama en la mano, su cabeza hacía una venia para darle las gracias a, don Fidel, el telegrafista, y entonces la calle se convertía en un lugar remoto y de distinto color al que acababa de ver en ella, unos minutos antes, unos días antes, unos años antes, cuando la energía eléctrica era tan pública como la doble moral. Cada telegrama de la abuela (ya sabemos que la oficina de telégrafos fue cerrada hace muchos años, hoy sepamos que ella murió hace treinta y siete) le trastocaba la vida a, Fernando, y lo empujaba al pasado para que recordara la mala vida dejada atrás. Siempre que leía esos telegramas –hoy lo va releyendo, entre triste y reflexivo, en el bus que lleva a Palermo-, los mensajes de la abuela eran un altercado con el tiempo y la memoria y el exilio que sufría; eran un denso griterío que trastocaba el orden de las cosas que, con pulcritud, él había diseñado para protegerse del oportunismo de las ratas y cucarachas voladoras que, aforadas, salían de la cloaca de la utopía social, esa doctrina de sueños que, sentado en la banca donde nos espera Mafalda, pudo vestir y calzar mientras contemplaba las calles y rincones tibios que se convirtieron en parte de sus entrañas, sobre todo ese año 2015, en el que su país fue clasificado como el más peligroso de este mundo… y del otro.
Sin querer determinar un por qué racional y categórico, debido a que su vida no distinguía entre pasado y presente, ese telegrama sugería en sus primeras palabras (después él las olvidaría, al responderlo) que su libertad asistida, amargamente lograda a fuerza de vigilias innecesarias -y que se convirtió en una nueva vida, hilvanada con frágiles golpes de aguja capotera en la camisa de manta que los otros llamaban destino- ya no podía justificarse y, ante sus ojos, se difuminaba como el horizonte peatonal que se prendía de sus ojos, mientras el bus corría por la Avenida Corrientes -¡hijo de la remil puta, pará, que acá me bajo!- o por la Charlottenburger Ufer… y, una ventanilla adelante, por la catedral de San Salvador que, desflorada impunemente, ya no pactaba misas de acción de gracias porque, desde hacía años, no había nada que agradecer.
Al concluir la lectura -muy lenta, por lo pesado de las palabras- sólo quedaron los restos mortales de una libertad asistida que hacía todo lo posible por ocultarse de la sociedad-crimen que lo perseguía; sólo quedó la ilusión de sobrevivir, por las buenas o las malas, como si fuera una palabra grave pataleando bajo la diéresis sosa del exilio que, por instinto, se busca cuando se está harto de la política electoral de los victimarios y se manda todo a la mierda; sólo quedó una metáfora ajena al poema elemental que era su vida, aunque, en el fondo, era el sostén de sí mismo en cuanto otros. Entonces sintió la necesidad de responder de inmediato el telegrama, como quien abre la ventana al nomás sentir la llegada del sol, o como quien la abre para que salga la pestilencia de la sociedad-matadero que se había colado bajo la puerta, justo al iniciar la primera década del siglo XXI.
Como sabemos ya, ese día recibió otro telegrama de la abuela, y, de inmediato, un tamborileo en el pecho le hizo presentir que se trataba de algo urgente. Con Avril, su amiga interina -una argentina delgada y pulcramente blanca que conoció el tercer día de su estancia en el hostal que, agazapado en las sombras de los grandes edificios, está ubicado a unos pasos del Teatro Broadway- hablaba muy poco de su pasado, nunca tocaba el tema de su oscuro cautiverio político y su vivir bajo amenaza en la era de la gran delincuencia, y, mucho menos, de su primer exilio en Berlín, a finales de los 80s, luego de salir de la cárcel tras ser acusado de ser un estudiante subversivo. No es que, Fernando, se sintiera avergonzado de ese episodio de su vida, pues nunca delató a nadie, ni dio direcciones, ni predijo acciones insurgentes. Más bien, el silencio era su forma de esquivar los nombres cardiacos de las personas que se convirtieron en seres oscuros y helados, a quienes esquivaba por salud mental, aunque siempre hallaban la forma de manifestarse como espectros reales cuando, con asco, oía sus nombres. Pero ese día tomó fuerzas y le dijo, a Avril: Si tan sólo se pudiera teclear “suprimir y olvidar” el pasado, como si se tratara de un mal escrito o de un archivo inútil de la memoria.