Por René Martínez Pineda
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Antes de la pandemia del COVID (y la del virus de la muerte social), las fiestas patronales eran una paradoja: mientras más pobres o endeudadas estaban las comunidades, mientras más impactadas estaban por la emigración forzada, más costosas y fastuosas eran -o pretendían ser- sus fiestas patronales, pues eran una forma de lograr la reelección de los alcaldes, cuya función era ser ladrones en miniatura, si los comparábamos con los expresidentes. Durante la pandemia biológica, la ostentación y rimbombancia fueron pospuestas –por un rato- porque no había forma segura de realizar dichas fiestas bajo el formato de contratar eventos masivos y promover actividades costosas: artistas cotizados, espectáculos pirotécnicos y carnavales licenciosos distanciados de la originaria fiesta religiosa. Después de la pandemia del virus de la violencia (mucho más letal que el virus que agobió al mundo durante dos años), en los municipios se busca que los migrantes y los ausentes lleguen, participen y financien las fiestas, como una forma de comprometer la permanencia del compromiso entre la comunidad y sus diásporas, aunque no se puede afirmar que, en muchos de ellos, los alcaldes se frotan las manos pensando en cómo robar, tal como lo hacían los llamados “mismos de siempre”.
Se sabe que la fiesta patronal ha sido un evento clave en la vida comunitaria, sobre todo en la América Latina rural; que ha sido un tema usual de los estudios antropológicos y sociológicos, por ser un espacio donde se funde lo público y lo privado, y donde se expresa el compromiso de los grupos sociales que participan en ella; y que ha sido una territorialidad donde se dogmatizan, y luego se recrean, los sentidos de pertenencia colectiva, y se logra la magia de producir orden con progreso, para heredarle un sentido de arraigo a las generaciones que han estado signadas por la emigración.
Dos fantasmas intimidan, en lo teórico-comprensivo, a la investigación sociológica de las fiestas patronales: por un lado, comprender la conciliación social como fusión de tradiciones para integrar en las fiestas –y en el contexto de un conflicto cultural- los símbolos de la cultura impuesta por los españoles –que no son tan remotos, como se supone-, con los de las culturas originarias y comprender la lógica de la diversidad que han ido asumiendo. Por otro lado –como hecho sociológico- intimida no poder decodificar el sentido simbólico de protesta furtiva, las relaciones sociales adaptadoras, y el significado cotidiano del poder que se mueve entre platos típicos y recursos traídos por los migrantes, en tanto se da una readecuación del orden jerárquico para obtener un cargo protagónico en el ritual de los santos patronos, debido a que eso es una expresión normalizadora de la riqueza de los miembros del pueblo, por lo que, en el púlpito de las carrozas, eran las fiestas patronales de los patrones.
La asignación colonial de una santa o un santo patrón –en América Latina, por privilegio de dominación- proviene del santoral católico que otorgó a los pueblos originarios -y a los nuevos, fundados por los españoles- no sólo una imagen de devoción y milagros, sino una ocasión puntual y un tiempo festivo casi delirante –en lo mundano y lo divino-, para olvidar la pobreza. Desde un principio, la fiesta patronal fue el mecanismo simbólico de dominio colonial que se apoderó y readecuó la tradición de fiestas, rituales, sacrificios, danzas y música ya existentes en los valles y cerros colonizados y, de esa forma, en torno al santo patrono se reorganizó el calendario cultural y ritual.
Como elemento de sobrevivencia cultural, la fiesta patronal permitió a los pueblos mantener el contexto lúdico de las antiguas fiestas (rituales), y abrió el camino de una nueva jerarquía social y política (o les dio una coartada a los grupos dominantes de la jerarquía pre-existente), enredada y dispersa en los oscuros escalones de los “cargos” religiosos católicos, en tanto réplica de la organización política, cultural y social. Y es que, desde hace siglos, el sistema de cargos –ejercido, jerarquizado, vivido y abusado a través de las mayordomías- ha sido la institución responsable de organizar y financiar la fiesta patronal en las comunidades, institución que lucha (mayordomías) por preservar la cultura dada con la que se está dando, y dentro de la cual no quieren perder sus privilegios, que no son pocos ni exiguos, al menos en términos culturales.
Así, la vieja fiesta patronal ha persistido –cada vez con menos vestigios del pasado- porque ha sido un ritual maleable capaz de fundir -en un solo acto, tan ecuménico como mundano, y tan cultural como mercantil- los intereses, ilusiones y sentidos múltiples que remontan el tiempo. A pesar de la dificultad para distinguir ámbitos que, en la práctica, han operado de manera conjunta, la fiesta patronal adquirió y entreveró sentidos complejos. Desde luego, ha sido de gran importancia económica para las comunidades, ya que proporciona ingresos inmediatos en todos los niveles: la celebración (la pomposa, sobre todo) ha supuesto, siempre, un significativo incremento de los gastos de los vecinos y del consumo de los visitantes -a los que hay que seducir- en vestidos o accesorios típicos, alimentos emblemáticos del lugar, bebidas tradicionales, música (todos ellos compartiendo el espacio con lo nuevo o lo traído del extranjero por los migrantes), además de la confección de carrozas, quema de fuegos artificiales y la compra de flores y veladoras que, en lo político, se encienden para garantizar la reelección del alcalde. Estas actividades reaniman o le dan un respiro al comercio y a la producción artesanal local, la que trasciende las fronteras –de la fiesta y del país- a través de la nostalgia que es llevada por los visitantes hasta el propio lugar de residencia de los migrantes que no pudieron venir.
Lo anterior, abre un nuevo concepto ligado a la fiesta patronal: el mercado de la nostalgia y, en los últimos cinco años, el mercado del país en paz, una parte de lo cual es la oferta de un infinito número de “recuerdos para llevar” a Estados Unidos: golosinas, artesanías, platillos típicos, hamacas, licores, camisetas alegóricas (religiosas, culturales y políticas), gorras, termos, tazas de café autografiadas por el santo patrono -de su puño y letra-, llaveros, calcomanías con paisajes y héroes locales fácilmente reconocibles, videos, postales, libros y folletos de la historia local, para que ésta se repita en la memoria de los que están lejos, y que tienen prohibido olvidar los milagros del Divino Salvador del Mundo que los vio nacer, y que les ha hecho el milagro de acabar con la violencia social, mas no al tercer día, sino a la tercera década.