jueves, 5 septiembre 2024
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Escrito en una servilleta: Lamentos coloniales en las Fiestas de agosto de 1858

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"En 1858, las fiestas de agosto se celebraron con toda pompa para tener una razón de mirar al futuro y borrar los lamentos coloniales": René Martínez.

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Por René Martínez Pineda.

En 1858, a pesar de ser la ciudad más moderna del país, San Salvador no pasaba de ser un tenue y cuadriculado fajo de luz ambarina enredado en el sollozo de los grillos y luciérnagas que reinaban, felices, ahí donde desaparecía la ciudad tras el telón de la falta de progreso, pues apenas vivía un progreso pueril que tenía, como una de sus más grandes y mágicas proezas, estar sumergiendo el cable telegráfico –de 2,595 kilómetros de largo- que uniría Irlanda (Europa) a la América del Norte (Terranova), con lo que, de la noche a la mañana, las noticias de la partida de los barcos europeos llegarían dieciocho días antes, considerando que, según los cálculos de 1858, la viveza de la electricidad es tal que recorre incontables kilómetros por minuto. Fue ese cable maravilloso lo que, en verdad, globalizó al capitalismo y condenó a la cadena perpetua de la pobreza y la dependencia a los países pobres.

Pero en la primera semana de agosto de ese año tan remoto, todo estaba preparado para que la gente pobre fuera feliz durante siete días que (según le relató, muy amablemente, doña Beatris Meléndez de Dorantes, al redactor de la Gaceta del Salvador –así se llamaba entonces el país: Salvador-): “dejaron un recuerdo muy grato de los placeres a que nos hemos entregado… un molimiento de huesos general, mucha basura y mucho deseo de descanso para tomar de otro modo las cosas”; todas ellas circunstancias que fueron hechas notar en el discurso de felicidad pronunciado por el Presbítero Novales en el púlpito de la función del día viernes 6 de agosto de ese año.

Al citado Presbítero se le olvidó decir, aprovechando el momento de fulguración de las virtudes del bien al prójimo que le permitían rascarse los huevos sin que nadie lo notara, que tan sólo un mes antes (9 de Julio) el Gobernador Político del Departamento de La Paz (un tal Rafael Osorio) le regalaría a alguien de muchas posibilidades económicas “las dos caballerías de tierra compradas de orden del Supremo Gobierno en el puerto de La Concordia”. Claro que esa era, apenas, una pequeña muestra de la feroz expropiación de tierras comunales y ejidos que iniciaba en el país, y que no valía la pena pregonar en clave con los “viejos de agosto”, porque eso hubiese sido alterar el buen vivir y el buen beber de las fiestas mayores, las que sólo fueron ligeramente trastocadas por la desgracia que, en la entrada del barrio Concepción, sufrió el joven Raymundo Alfaro –carpintero de esa ciudad- cuando le reventó en la mano derecha una de las bombas con que, el 31 de julio, estaba anunciando el inicio de las fiestas patronales. Los daños fueron tales que al joven Alfaro le tuvieron que amputar hasta el antebrazo, ingrato procedimiento quirúrgico que fue realizado con éxito por el señor licenciado Orellana, ayudado por su profesor y amigo, el doctor Gallardo, quien hizo su práctica hospitalaria en el matadero de la ciudad.  

Pero las fiestas no se podían suspender por esa desgracia. Los señores Mayordomos (cuyas ropas exclusivas habían sido traídas desde Liverpool por la barca inglesa “Coniston”, de 203 toneladas, y bajo el cuido directo de su capitán, Roberto Gordon) ya habían hecho circular, con todo el protocolo debido, el copioso programa de la festividad titular de la ciudad Capital del Salvador, y se ocupaban de preparar, con un esmero ecuménico que daba envidia, todo cuanto podía contribuir a solemnizarla para que fuera mejor que el año anterior. Un batallón de policías se encargaba –por ser esa la función principal para la que había sido creada la institución pública- de limpiar las telarañas y la mugre de las casas acomodadas que, suspirando de felicidad, saludaban y le sonreían a las calles centrales de la capital con sus golosas y barrocas ventanas, y de cuando en cuando se entretenían (con un poco más del celo debido, quizá como presagiando sus funciones futuras de conservación de regímenes militares) borrando los lamentos coloniales que, sobre todo en estas fechas, eran escritos con lodo –con mala letra y peor ortografía- por algún semi-letrado que no aguantaba la tentación de protestar en las grandes paredes blancas de las casas más bellas: ¿Qual independencia? ¡Biva la corona expañola!”; casas inmaculadas, altas y espaciosas en las que predominaba el color blanco, pues ese era el color de la sobria elegancia que sus dueños copiaban, al pie de la letra, de las noticias venidas tardíamente del viejo continente.

La traslación solemne de las Supremas Autoridades a la ciudad (cuyo exilio fue provocado por el terremoto del 16 de abril de 1854, desgracia colectiva a partir de la cual los funcionarios públicos patentaron, con ágiles dispensas de trámite y fueros políticos, la costumbre de robarse las ayudas para los afectados) era el principal motivo para que, la entonces llamada “función del Salvador”, se celebrara con una pompa que superaría a la de todos los años idos, al menos en el imaginario de quienes vivían en la periferia de la cuadrícula urbana, y estaban acostumbrados a vivir rodeados de un poder que sentían como intocable. Se hicieron preparativos arquitectónicos, políticos y religiosos especiales –incluido un fulminante y venéreo viaje del presidente Gerardo Barrios a San Miguel- para que los compatriotas de los entonces remotos departamentos, en caravana alquilada, vinieran con esa excusa a ser testigos oculares de la reedificación de la ciudad y la fe en la construcción de una nación que, todavía, se ubicaba en medio del dilema de las intentonas de la república federal y la anexión incondicional a México. En 1858, las fiestas de agosto se celebraron con toda pompa para tener una razón de mirar al futuro y borrar los lamentos coloniales.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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