miércoles, 23 abril 2025
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Escrito en una servilleta: La “x” de la seguridad pública: una ecuación con múltiples variables

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"Era obvio que la narrativa en torno a la violencia social que vivíamos, era sesgada, pues era hecha desde la perspectiva de los victimarios": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

El Salvador, un país que no salvaba a nadie, durante treinta años fue un teatro, al aire libre, en el que se presentaban tragedias más sangrientas que las de Homero; fue convertido, en nuestras narices, en un motel del crimen sin castigo, tanto para sus habitantes -que ponían la sangre, el miedo y la cristiana resignación, atizada por las iglesias para el perdón de los pecados de los victimarios- como para los extranjeros que, con lástima o apatía, ponían distancia y, desde lejos, lo veían sin poder explicarse ¡cómo putas es que podíamos sobrevivir en un matadero, a cielo abierto, sin dejar de creernos los felices más felices más felices del mundo! Esa imagen tenebrosa del país (concubinato del Estado con las pandillas, mientras los políticos corruptos cuidaban sus ropas), hoy es un recuerdo que parece lejano, pero no lo es, ya que hace falta mucho camino por recorrer, y aunque ya pasamos la parte urgente, queda pendiente la más importante: potenciar la economía para resolver el problema originario: la desigualdad social.

En la que he llamado, “Era de la gran delincuencia”, el país sufría un proceso de putrefacción social -los cadáveres mutilados, y en descomposición, eran la parte tangible-, y la matriz de relaciones sociales estaba rota y pervertida por la violencia y la violación de los derechos humanos de las víctimas, emulando la ruptura y perversión del Estado convertido en un Estado delincuencial no fallido, cuyo año más violento fue 2015 (6,600 asesinados), año en el que el país fue el más peligroso del mundo. Esa situación de violencia social, que trató de ser legitimada por los gobiernos de turno, se tradujo en un lenguaje simbólico que no la exponía como un dilema entre el bien y el mal, para que las personas aceptaran vivir con la delincuencia y, si podían, vivir de ella, lo que llevó a la construcción de la nación fatalista. La perversión de la situación de violencia llegó al absurdo de considerar a los grupos criminales como “sujetos sociales” beligerantes (se negociaba públicamente con ellos y hasta se les besaba los pies, para demostrar que ellos tenían el poder), y como grupos necesarios con una función social pregonada como “legítima”, necesaria e insustituible: ser un factor de movilidad social ascendente.

Era obvio que la narrativa en torno a la violencia social que vivíamos, era sesgada, pues era hecha desde la perspectiva de los victimarios, y no se hacía hincapié en que, las víctimas, pertenecían a los sectores populares, los que, en los discursos políticos demagógicos, eran ensalzados como “los más importantes”. En la Era de la gran delincuencia -como nuestra versión del oscurantismo-, las estadísticas, los resultados de las encuestas, y el clamor popular en las calles, e iglesias, fue silenciado, y las personas fueron convertidas en números irracionales (el dato sin rostro humano), pues no se ponía atención al origen socioeconómico de las víctimas, ni se decía que, millones, eran violentados en sus derechos humanos, por lo que la ecuación, crimen y castigo, no encontraba la “x”.

Fueron esas circunstancias -adscritas y adquiridas- las que interpelaron, y le pelaron la cara, a los sociólogos, para que, desde la epistemología de las víctimas y las ausencias, tomaran una posición al respecto. Pocos, lo hicimos desde la narrativa de las víctimas; muchos, optaron por la de los victimarios, debido a que, indirectamente, vivían de ellos. En medio de las dos narrativas, pongo y propongo el concepto de seguridad cultural, el cual es más profundo y estructural que el de seguridad pública e, incluso, que el de seguridad ciudadana. Esa seguridad cultural, que se ha logrado en los últimos años en los que las víctimas -y no los victimarios- tienen prioridad, se ve seriamente amenazada, mas no por los remanentes de los grupos delictivos, sino por una oposición unida que, cuando fue gobierno, hizo de la delincuencia generalizada, su democracia perfecta; hizo de los líderes de las pandillas, funcionarios invisibles del Estado; hizo de la extorsión, su libre mercado; e hizo de los líderes de las pandillas, sus encomenderos políticos, pues con ellos se negociaban los votos de las víctimas. Todas esas eran las variables ocultas de una ecuación que parecía irresoluble.

Sin embargo, en estos años aprendimos que las políticas de prevención del delito, deben tener como premisa elemental: resolver el problema urgente y, con ello, darle solución al binomio crimen y castigo, pues, de no ser así, todo lo que se invierta irá a parar a manos de los grupos delincuenciales. Después de resolver la ecuación, sabemos que la inseguridad pública era un hexágono formado por la delincuencia, la percepción apática de la delincuencia, la impunidad, la corrupción, la complicidad del Estado (Estado delincuencial, no fallido) y, como piedra angular, la desigualdad social potenciada por la extorsión”. Después de resolver la ecuación sabemos que la “x” es la seguridad cultural, ya que la cultura se aprende, se comparte, está integrada y lo abarca todo.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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