jueves, 6 febrero 2025
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Escrito en una servilleta: La utopía, una luz ajena

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"Desde ese día, me hice inmune a la dictadura y afín a los libros de Marx; inmune al olvido y su drástica apatía, y afín a la utopía social": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X:@ReneMartinezPi1

Aunque no se habla de otra cosa en las calles, sigue siendo difícil escribir sobre lo que nos pasó hace tan sólo unos años, ese manojo de días aciagos que fueron eternos en el imaginario del dolor, ejercicio éste -hablo de escribir- en el que estudiamos la verdad sobre la vida, viendo la vida de verdad, que es la que cuenta en el último suspiro que es, para la mayoría, la última cuota de la vida que heredamos hipotecada. El tiempo pasó y, más que eso, pasó de lo imposible a lo posible… y entonces los muertos, las lágrimas, la agonía de los Rosarios en ebullición, la impotencia del migrante sin visa, la desilusión del votante y el odio cierto que nacía del amor a los hijos, se fueron apilando como cadáveres, uno sobre otro, y el exilio forzado mutó en una milpa que paría mazorcas ponzoñosas, pero no como un acto de maldad, sino con la intención de hacer sentir vivos a quienes huyeron de la muerte. En el exilio interino que vivimos, en nuestro propio país, la apatía, la decepción, y los sueños frustrados, imperaban en la casa a la hora de las “buenas noches, mamá”. Se trabajaba para el patrón y para el extorsionista que, impune y sonriente, tuvo de aliados a los que pervirtieron la historia y la etnografía; se estudiaba con miedo al valor que nace de la ecuación, con dos variables, de la lucha colectiva; la vida era un conteo de sobrevivencia consuetudinaria en los archivos secretos de la morgue de los locos; las madres eran una larga procesión del silencio en busca de sus hijos que fueron enterrados en el silencio atroz de un cementerio clandestino.

El suicidio y las ganas de vivir se jalaban de los pelos, como un matrimonio en el que las deudas y ausencias pueden más que el amor. Por la noche, abríamos con orgullo el ropero oloroso a naftalina para buscar, en sus entrañas desvencijadas, la ropita del día siguiente, ese disfraz que nos hacía parecer presentables en el trabajo, o para meter, en la maleta blanca del pecho, lo justo y necesario para huir del país en busca de la utopía que, cual veneno y antídoto, se desnudaba para alardear de su ajena perfección.

Pero, insobornable, el tiempo no detiene su marcha, paso a paso, a pesar de que a veces se niega a recordar la muerte y destierro que nos hizo sufrir, pensando en que no recordar es como no haber vivido esos años peligrosos. Aunque parezca un absurdo, negar esa historia oscurantista es negar al país y a nosotros mismos, que fuimos hechos a imagen y semejanza del amor que odia y del odio que ama con el furor del Faro de Alejandría; a imagen y semejanza del miedo y del valor copulando en la cama de la indolencia; a imagen y semejanza del irse y quedarse, al mismo tiempo. La tierra que nos habían expropiado, hoy es un abrigo inverosímil que, como flor dibujada en la piel de una metáfora, necesita de mucho cuido. Pero, qué putas saben los defensores de los victimarios del gorjeo del alma en pena, o de las voces que denunciaban en silencio su silencio, o de los pájaros que se negaron a volar como acto de protesta, o de los funerales sin ataúd, o de las tormentas sin ojos.

Si bien me avergüenzo de nuestro pasado -por ser una cruenta versión de la santa inquisición de los matarifes- me niego a olvidarlo, pues, aunque sobran los motivos, nunca serán más que la dulce melancolía de haber salido vivo de ese hoyo que parecía sin fondo. Por psiquiátrico que parezca, extraño la congoja de la pérdida de mi gatita blanca, porque me hizo más humano… y extraño, también, la tristeza incontenible de la calle en la que asesinaron a mi abuela, a quien velé sin más cortejo fúnebre que sus zompopos de mayo… y desde ese día, existo más de lo suficiente y de lo que los otros creen que existo; desde ese día, me hice inmune a la dictadura y afín a los libros de Marx; inmune a la muerte definitiva y afín a la luz ajena; inmune al olvido y su drástica apatía, y afín a la utopía social que cabalga en mi mente como la Lady Godiva de los santos pecaminosos que comulgan el Sábado de Ramos.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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