Por René Martínez Pineda.
En esa historia sin fin de las luchas populares por la utopía social, que ha tenido, como bitácora, la libertad, la justicia social, la paz y la igualdad social, hemos caminado mucho y avanzado poco, y, en dos siglos, el saldo es negativo, si lo medimos con el número de muertos que han quedado tirados en las trincheras bélicas, cívicas y teóricas. Y es que, debido a las condiciones heredadas en lo económico y social, seguimos siendo uno de los países más desiguales de la región, y todavía nos asustan con el viejo fantasma de un comunismo que no se ha materializado en ningún país, pero que ha servido de acicate ideológico para que la élite conservadora defienda, con uñas y escuadrones de la muerte -oficiales y extraoficiales- su injusta versión de modelo económico, razón por la cual esas luchas han sido ideológico-políticas, con fines económicos, sociales y culturales, derivando en que la lucha de clases se ha expresado, también, como una lucha de ideas que ha usado más balas que palabras, lo cual contradice los postulados de la modernidad.
Como factores externos de la utopía social, que terminaron siendo internos por sus implicaciones en el comportamiento colectivo y en las ideas libertarias, se pueden mencionar: el triunfo de la revolución cubana; el triunfo de la revolución sandinista, la originaria; la caída del muro de Berlín que tuvo como eco del derrumbe el delirio reaccionario de Fukuyama; el fin de las dictaduras militares para instalar la dictadura del neoliberalismo civil, que fue mucho más cruenta; y, como variable interviniente, las crisis económicas del capitalismo a lo largo del siglo XX y XXI, crisis que ponen en evidencia que la modernidad es, al final, una modernidad caduca que tuvo como signo las privatizaciones, pero que cayó, aparatosamente, junto a las Torres Gemelas, de cuyos escombros surgió -con nuevos colores, nueva narrativa desde sus renglones torcidos y, sobre todo, nuevos sujetos sociales- la gran utopía de la igualdad social fundada sobre la premisa elemental de que: “lo público tiene que ser mejor que lo privado”, y, así, se le pondría fin a la historia de los victimarios, de los expropiadores, de los corruptos, de los traidores, de los imbéciles agrandados, quienes nunca se caracterizaron por librar una guerra de ideas antagónicas, sino por alimentar y liderar (conspiración de por medio) una guerra social de pobres contra pobres que, en el marco de un pacto político fraguado en 1992, tenía como ejército genocida a los grupos delincuenciales, y como retaguardia estratégica los sectores populosos, con lo cual la izquierda oficial salvadoreña se convirtió, de facto y de jure, en el ala izquierda de la derecha, junto a la cual instauraron un fascismo negacionista, no sólo por negar el daño causado (justificándolo, perversamente, como un mal necesario que cumplía una función social), sino también por negarse a defender los derechos humanos de las víctimas, amparados en un Estado Delincuencial prácticamente perfecto.
Como mal recuerdo de la utopía que tuvo que reinventarse, a sí misma, desde los despojos humeantes de las Torres Gemelas y del llamado Progresismo (que no progresó en el sur del continente por no enraizarse en el imaginario del pueblo), para escribir en sus renglones torcidos, están los ejércitos que impulsaron, desde 1931, Golpes de Estado que, en el fondo, eran Golpes de Gobierno, porque no realizaron ningún cambio positivo en las condiciones de vida de la población, ni dejaron de defender los derechos de los victimarios, ya que ese tipo de cambios sólo es posible con el triunfo de la utopía social gestionada por la persona correcta, es decir, por un líder trasnacional transformado, desde adentro, en una singularidad sociológica que le presta su nombre y su rostro a la coyuntura, al tenerlo a él como referente de todo lo que sucede.
El punto de ruptura de la historia macabra, para redactar la apertura de la nueva historia y su utopía, es la emergencia de rebeliones electorales que buscaron -y buscan- instaurar gobiernos cuyos funcionarios se parezcan a su pueblo y velen por sus intereses, con lo que se crea una relación directamente proporcional entre compromiso y confianza en función de la motivación social. La utopía social es, sin duda alguna, hija de El Salvador, porque le pertenece a los mártires de la democracia; a los desaparecidos en la guerra civil y en la guerra social; a los expulsados del país por la violencia; a las madres que lloraron la injusta muerte de sus hijos; a los explotados sin misericordia en el trabajo; a los utopistas cotidianos que fueron acusados de ser los renglones torcidos de la sociedad, sólo porque tienen como anhelo la justicia social; a los niños a los que los semáforos y los botes de pega les mutilaron la infancia; a los desilusionados por tanta corrupción e impunidad; a la gente humilde que ha decidido creer en que se puede reinventar el país, a su imagen y semejanza, en el lienzo de febrero; a las abuelas que, todas las noches, leen el libro de cuentos de sus nietos, para sentir que siguen vivos o que no emigraron; a las madres que endulzan el café con la sonrisas de sus hijos y se les hincha el corazón cuando los ven graduarse de la universidad.